La Vanguardia

Mencionar lo prohibido

- Llucia Ramis Barcelona

La muerte es un tabú. Cuesta hablar de ella y de las enfermedad­es que nos recuerdan que está ahí. Consciente de que con el silencio el monstruo crece, Natalia Fernández Díaz-Cabal quiso tratarla sin tapujos, y titular su

libro Mi sarcoma y yo. A Blanca Rosa, directora de Roca Editorial, el nombre le pareció poco comercial. Tuvo sus dudas, cuando Teresa Peyrí la animó a publicarlo, porque las patografía­s no suelen entrar en su catálogo. Pero en cuanto leyó Polifemo y la mujer barbuda. Crónica (des)enfadada de un cáncer atípico (así se titula finalmente), entendió que este es un libro necesario.

El salón de actos de la Residència d’Investigad­ors tiene la moqueta azul, cortinas azules y, entre las butacas azules, está Javier Pérez Andújar. El historiado­r de la medicina Jon Arrizabala­ga conduce la presentaci­ón. Ha recordado La enfermedad y

sus metáforas y El sida y sus metáforas, de Susan Sontag. La autora cuenta que, al salir de una operación, aturdida aún por la anestesia, sintió una gran lucidez y la necesidad de escribir, no tanto sobre su miedo como el de los demás. A menudo está provocado por una falta de lenguaje; es difícil verbalizar según qué. “Así que un cáncer, ¿eh?”, le dijo un facultativ­o, alentándol­a a quitarle importanci­a. Entonces ella le contestó con la misma alegría: “Pues sí, un sarcoma”. Y él bajó la voz, y respondió: “Lo siento”, como si ya le estuviera dando el pésame. Nadie está preparado para la rareza. Los médicos tampoco. Y alguno fue con sus trece estudiante­s para enseñarles a la paciente, como si fuera Copito de Nieve.

Sarcoma suena a sarcófago, y su etimología tiene que ver con la carcoma. Un oncólogo lo comparó con un jamón ibérico, por la delicadeza con la que hay que cortar. De ahí viene la expresión “cortar por lo sano”. La vida de Fernández Díaz-Cabal descarriló de la normalidad. Muchos no sabían cómo dirigirse a ella. Ella misma, profesora universita­ria, doctora en Lingüístic­a y Filosofía de la Ciencia, y experta en el tema del que trata el libro, lo ve todo diferente desde el otro lado de la barricada. Concepto, por cierto, que no le convence. Odia que se recurra al vocabulari­o bélico para referirse a la enfermedad, como si sólo pudieran combatirla los valientes, y quien gana es porque ha luchado mejor. A qué viene una competició­n entre vencedores y vencidos, cuando ni siquiera depende de ti. Como si comprobar que no te saldrás con la tuya no fuera ya suficiente fracaso, y encima tuvieras que sentirte culpable por perder la guerra.

Pax Dettoni construye una ficción para revisar otros conceptos también casi prohibidos. La culpa, la moral, el pecado, la virtud o el sacrificio son temas que aparecen en Puentes de perdón, publicado por Desclée de Brower.

En el Ámbito Cultural del Corte Inglés hay tanta gente que Josep Antoni Duran Lleida tiene que quedarse de pie junto a la puerta. La autora muestra una máscara veneciana con cascabeles en la cabeza. Representa la muerte. Uno se olvida de que está ahí; la muerte es la prueba de nuestra humanidad y vulnerabil­idad. Esto es: la posibilida­d de errar, de hacer daño y de que nos lo hagan. Aquí Dettoni saca la máscara de un gato, que representa el pecado. ¿Qué nos salva? Aparece una tercera máscara con plumas. Es el perdón. Y perdonar, dice la autora, es amar, aceptar a los demás con sus luces y sombras.

Le acompaña el padre Jordi Castanyer. Explica que, además del protagonis­ta del libro –un hombre que quiere morir en paz–, hay otro personaje importante que va desvelándo­se a medida que avanza el relato. Es un ser que provoca rechazo y atracción a la vez. Y hasta aquí puede leer.

Dice Patricio Pron que Copi se adelantó tanto a su tiempo, que fue uno de los primeros en morir por el sida. Fue en 1987. Tenía 48 años, y para entonces había escrito novelas, teatro, una ópera e historieta­s. El Palau de la Virreina acoge una exposición de todo eso, la primera que se le dedica en España y la más exhaustiva hasta la fecha. El próximo jueves, su editor Jorge Herralde, Biel Mesquida y Marcos Ordóñez hablarán del paso de este autor argentino por la Barcelona desenfrena­da de Nazario y Ocaña.

Ahora es miércoles. Entre el público están Rodrigo Fresán y Alan Pauls, que el día anterior habló del proceso de desaprendi­zaje que hizo Copi de Buenos Aires a París. Pron, comisario de

La hora de los monstruos, explica por qué, aunque decían que Copi dibujaba mal y sus tiras no tenían gracia, duraron tanto. Publicaba en Le Nouvel Observateu­r y en la revista Hara-Kiri, predecesor­a de Charlie Hebdo.

En la serie

La dame assise, una mujer sentada, “opinadora sin moral”, habla con un pato, o un caracol, o una hija convertida en perro. Las historieta­s tienen doce viñetas y se permiten pausas dramáticas.

En una, Copi ha olvidado dibujar a la mujer, que se dibuja a sí misma y lo hace mal. Un pato le comenta que se ha pintado muy fea, a lo que ella responde que sí, pero que eso es debido a que no tiene la sensibilid­ad de los homosexual­es.

A veces, entre proyección y proyección del Power Point, a Pron se le cuela como sin querer la foto de un Flash Gordon, o de un hombre araña obeso, o de una gremlin mala vestida de novia con una metralleta. El camp, dice, sería aquella estética por la que los homosexual­es subvierten esas connotacio­nes peyorativa­s con las que algunos se refieren a ellos. En las tiras de Copi hay travestis y se ríe de su propia enfermedad.

¿Es barroco o minimalist­a? ¿Barroco en la exposición del mundo y minimalist­a en el trazo? Tal vez ahí esté la fórmula para mencionar lo prohibido.

La vida de Fernández Díaz-Cabal, con el cáncer, descarriló de la normalidad: muchos no sabían cómo hablarle

Copi se adelantó tanto a su tiempo que fue uno de los primeros en morir por el sida: fue en 1987

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CÉSAR RANGEL
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ROCA EDITORIAL
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LLUCIA RAMIS
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