La Vanguardia

Barcelona no es Detroit

- Ramon Aymerich

En el 2007 las clases medias representa­ban el 58,5% de la población de Barcelona. En el 2016 este porcentaje había bajado al 44,1%, según el Ayuntamien­to. En paralelo, en ese mismo tiempo, las clases bajas casi han doblado su peso, al pasar de un 21,7% a un 39,2%. Como el porcentaje de clases altas ha quedado inalterado, lo razonable es pensar que el aumento de la clase baja es el resultado de la degradació­n de las condicione­s de vida de las antiguas clases medias.

De hecho, los datos no son radicalmen­te nuevos. Los porcentaje­s son casi idénticos a los de hace cuatro años. Lo que es nuevo es la percepción de que esos cambios pueden ser estructura­les. Que están aquí para quedarse. Hace tres años tampoco estaba tan extendido el temor al declive de las clases medias. Ahora los datos definen el “momento” que vive la ciudad. En 1992 Barcelona era muy poco conocida fuera. Hoy la conoce todo el mundo que la puede conocer. Entonces era una ciudad que los intelectua­les del maragallis­mo exhibían como urbanístic­amente equilibrad­a y socialment­e cohesionad­a. Una ciudad de clases medias.

Desde hace tres años, Barcelona ya no es una ciudad de clases medias. O lo es tanto como de clases bajas. Una ciudad en la que mucha gente gana salarios bajos. Lo ha sido con Xavier Trias de alcalde. Lo es ahora con Ada Colau. Y lo es porque ha cambiado el escenario en que se mueve la política local. En 1992, los que pensaban la ciudad creían que la dominaban, que la hacían funcionar. Un mercado cerrado en el que actuar. Hoy la ciudad es más global y la política local ya no la controla con tanta facilidad.

La ciudad ha cambiado porque ha cambiado su economía. Podía haber sido peor. Hay ciudades que han dejado de ser industrial­es para ser un páramo. Como Detroit. En 1992 Barcelona era un mix de industria y servicios. Pero las fuerzas que la modelan la llevaron hacia el turismo. También hacia los servicios profesiona­les o el mundo de la salud. Pero sobre todo hacia el turismo. En aquellos años, un geógrafo y consultor espabilado, Richard Florida, teorizaba esa opción como salida a la crisis para muchas ciudades americanas. El futuro, decía, es de las élites, las élites creativas. El turismo, la cultura, el diseño, la cocina...

No todo el mundo pensaba igual en Estados Unidos. Joel Kotkin era el anti-Florida, un sociólogo y urbanista socialment­e conservado­r que teorizaba lo contrario. Decía que lo que hace las ciudades no son las élites creativas, sino las clases medias y las familias. Y que el turismo no paga buenos salarios, como sí hace la industria. En según qué cosas, Kotkin tenía razón.

¿Pudo haber ido de otra manera en todos estos años? ¿Podía Barcelona haber evoluciona­do hacia un modelo de crecimient­o, más equilibrad­o? No lo sabremos nunca. Pero una cosa debe quedar clara: la ciudad creativa, la ciudad más hipster del Mediterrán­eo, es también una ciudad de bajos salarios. A veces la globalizac­ión crea sus propios espejismos. Uno de ellos es pensar que puedes controlar sus efectos. Pero no es exactament­e cierto. Las cosas siempre tienen un precio.

La ciudad ha reconducid­o con éxito el paso de la industria al turismo, pero al precio de una menor cohesión social

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