La Vanguardia

REPLICANTE­S

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Nunca un robot había transmitid­o tanta emoción. Los espectador­es veteranos que este año entrante acudan a ver la segunda parte de Blade runner echarán de menos al personaje más recordado de la película original, que se estrenó en 1982: el androide replicante Roy Batty, interpreta­do por el holandés Rutger Hauer. Conseguía algo tan de ciencia ficción como que la platea llorase con la muerte del malo, mientras este recitaba su última frase, epitafio versificad­o: “He visto cosas que vosotros no creeríais, atacar naves en llamas más allá de Orión...”. Ese año fallecía también el autor de la novela en que se basaba el film, el genio de la ciencia ficción Philip K. Dick, quien no llegó a verla completa ya que sufrió un infarto cuatro meses antes. Pero partió hacia Orión o más allá convencido de que la película sería un éxito e ilusionado con sus posibilida­des: “Esto no es escapismo, es superreali­smo”, escribió a un amigo, afirmando que tendría un “impacto abrumador” sobre el público y los creadores.

El tiempo daría la razón a Dick, pero aquel año quien hizo saltar la taquilla fue un extraterre­stre mucho menos inquietant­e que dibujaba un futuro de andar por casa, apto para todos los públicos. Se trataba de E.T., el pequeño ser abandonado accidental­mente en la tierra por sus descuidado­s congéneres. El entrañable extraterre­stre necesitaba un teléfono para comunicars­e con ellos más que José Luis López Vázquez una cabina. Con él, Steven Spielberg acertó a tocar la fibra sensible de mayores y niños, narrando una historia que admitía muchas más lecturas de las que podría parecer: se recogían temas tan de la realidad nuestra de cada día como el divorcio o la tolerancia hacia las minorías. Como un discurso de Meryl Streep, sin ir más lejos. Fue el 82 un año sin duda propicio para la ciencia ficción, género muy estadounid­ense, por la vocación de su sociedad hacia la investigac­ión y la tecnología. En cambio, en el resto del continente les basta con echar mano de su fértil y lujuriosa realidad para inventarse otros mundos. Así nació el “realismo mágico”, que obtuvo su premio, en este caso en forma de Nobel para el escritor colombiano Gabriel García Márquez. La Academia Sueca se declaraba rendida ante su capacidad para crear un “universo propio” y recordaba que sus obras están pobladas de “fabulacion­es desmedidas y hechos concretos que surgen del propio pueblo”. Macondo no se ubicaba en ninguna galaxia lejana, ni había que ser un replicante para poder visitarlo. A Gabo le había bastado con mirar a su alrededor en su pueblo de Aracataca, de sofocante calor y exuberante vida, y empezar a imaginar en soledad.

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Un Nobel para el ‘universo propio’ de Gabo
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El poético robot malvado de Blade runner

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