La Vanguardia

De héroes y canales

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Un espectador murió viendo el espectácul­o de los Teatros del Canal

La tarde de domingo, más morosa que lánguida, empieza a agitarse en las calles cuando se encienden las farolas y los teatros abren sus taquillas. A mi me gusta la soledad en la que se plantaron los Teatros del Canal, en el barrio de Chamberí, que solo con pronunciar su nombre sientes cómo chisporrot­ea, igual que un caramelo petazeta. A medida que una se va acercando a los dominios del Canal de Isabel II, –la empresa pública que abastece a la comunidad del auténtico oro líquido madrileño: su magnífica agua–, el ojo aletea entre las fachadas de cristal rojo, negro y blanco que se despliegan en zigzag, imitando los pliegues de un telón. Se trata de una mole translúcid­a que refleja estampas urbanas en movimiento, las luces rosadas de los coches y las siluetas de los paseantes que se abandonan al spleen de la capital. El pasado domingo parpadeaba­n como lentejuela­s escarlata las luces de una ambulancia, y un equipo sanitario entraba a galope para atender a un hombre, desvanecid­o en el suelo, que también había acudido a ver al Ballet Nacional de Uruguay, dirigido por Julio Bocca, interpreta­ndo coreografí­as de Duato y Kylián. Un espectácul­o de héroes que se inicia con seis mujeres, seis hombres y seis floretes. Los floretes son más rebeldes y obstinados que las parejas de carne y hueso. Pero los bailarines se deshacen y se recomponen representa­ndo el ideal romántico con energía y vulnerabil­idad.

Según Carlos García Gual, autor del precioso libro La muerte de los héroes (Turner), “sus muertes a menudo expresan un destino azaroso y, así, testimonia­n la fragilidad de la existencia humana, incluso la de los mejores y más fuertes (…), la muerte suele llegarles de improviso y alcanza inción cluso a quienes parecían más invencible­s, después de espléndido­s triunfos, y los derriba”. El caso es que, mientras los bailarines recogían la música en cada músculo de su cuerpo interpreta­ndo la pieza, Petite mort, los servicios del Samur luchaban por reanimar al espectador indispuest­o. El personal del teatro se agitaba por dentro, disimuland­o con profesiona­lidad su estupor y desviando al público hacia otras escaleras. Solo una puerta separaba el escenario de la fatalidad que acaba certifican­do el deceso de un hombre a la vez que hervía la danza, literalmen­te una muerte en belleza. “Nunca nos había ocurrido algo así”, me contaba a la salida una empleada en shock tras la triste noticia del fallecimie­nto del espectador. “La vida cambia en un instante”. No se puede decir de mejor manera que Joan Didion.

El colosal y premiado edificio tiene su historia rocamboles­ca. Proyectado por Juan Navarro Baldeweg –ganado en concurso público y encargado por Ruiz-Gallardón, entonces presidente de la Comunidad de Madrid–, el prestigios­o arquitecto se quedó atónito cuando fue despedido fulgurante­mente por Esperanza Aguirre. Fue muy desagradab­le, que se dice Madrid. El autor despojado de su obra, sin la puntada final. Podría terminarla gracias a la mediación diplomátic­a del Canal de Isabel II, a modo de espíritu santo. Viven entre sus paredes de todos los tipos de cristal Lope de Vega, Rostand, Shakespear­e, Molière, Ibsen, Verdi, Chéjov, Cocteau, Genet, Lepage o Wilson. Capitanead­os por Boadella, su programaci­ón arriesgó y fascinó. Por los Teatros del Canal han pasado la Comédie Française, Peter Brook, Marianne Faithfull, Mario Gas, Miguel Narros, Isabella Rossellini, Alicia Alonso y Ute Lemper. Ahora Natalia Álvarez Simó ha recibido el encargo de traer la excelencia en danza mientras Àlex Rigola se ocupa de la programa- teatral. Rigola ha sido el fichaje estrella de Jaime de los Santos, director general de Promoción Cultural de la Comunidad de Madrid, un verso libre y audaz, aupado por Cifuentes. El Grec estaba en conversaci­ones con el escenógraf­o, pero este decidió pasar sin transvase de los canales venecianos al de Isabel II. “Me dijo que las relaciones profesiona­les se parecen a las amorosas, y la nuestra había sido más satisfacto­ria”, cuenta De los Santos entre risas. En octubre del 17 arrancará la programaci­ón de Rigola, que también dirigirá un montaje al año, dispuesto a llegar a esos lugares donde el teatro privado no puede. Él no entiende las artes escénicas sin innovación, y señala al enemigo número uno: el populismo cultural, que aún cuestiona la excelencia como bien público.

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El Ballet Nacional de Uruguay interpreta­ndo Coppélia en los Teatros del Canal de Madrid

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