Un momento decisivo
Las grandes cifras de la economía española parecen bastante buenas, en parte porque las de nuestros socios son muy deslucidas. Pero, bajo la superficie, todo no va bien: como ha escrito Miquel Puig (La gran estafa), seguimos siendo un país con un desempleo demasiado alto y unos salarios demasiado bajos para los servicios sociales –educación y sanidad– a los que creemos tener derecho. La posibilidad, sopesada por el ministro de Hacienda, de emitir deuda para financiar las pensiones –es decir, de endeudarnos para financiar el consumo–, si no es una broma, debería ser un aviso para todos: lo que hemos llamado recortes, que creímos circunscritos a los años de crisis, pueden no ser más que el principio de una lenta degradación de nuestro Estado de bienestar.
No basta, pues, con crear muchos empleos, sobre todo si sólo los inmigrantes los aceptan: han de ser empleos bien remunerados, y aquí se crean muchos menos de los que hacen falta. Miquel Puig ha calculado que un trabajador con ingresos anuales inferiores a 18.000 euros no devuelve al Estado la totalidad de lo que ha consumido en educación y sanidad durante su vida. Resulta que en esa situación se halla casi la mitad de la población trabajadora española (el salario mediano es de 19.000 euros). Queda, desde luego, camino por recorrer hasta poder respirar con tranquilidad. Dicho sea de paso, la cifra de 18.000 euros es también la que señala el límite inferior del copago de los medicamentos de los pensionistas, como nos recordaba no hace mucho la recién estrenada ministra de Sanidad.
Se puede tratar de aumentar los salarios imponiendo un límite a los beneficios, si bien hay que admitir que, en la práctica, el remedio ha resultado ser peor que la enfermedad: es bueno, por consiguiente, que la propuesta de Alfonso Guerra, bajo el nombre de ley de Hierro de los Beneficios, quedara en propuesta. La alternativa, que me parece preferible, no por más justa sino por más pacífica, consiste en lograr un aumento sostenido de la productividad. Ese es el objetivo del tan cacareado “cambio del modelo productivo”: hacer mejor cosas que ya se hacían, incorporar otras actividades de mayor valor y dejar de hacer las que no valen la pena.
Los protagonistas de ese salto hacia una mayor productividad de la economía son, desde luego, empresarios y trabajadores. El Gobierno dispone, sin embargo, de un acicate de gran eficacia potencial: no, no se trata de paquetes de subvenciones, por bien diseñadas que parezcan, sino de algo más sencillo: la elevación, paulatina pero sostenida, del salario mínimo. Este acaba de situarse en 707 euros mensuales, lo que da algo menos de 10.000 euros al año, un 55% inferior a la cifra mágica de antes. Con aumentos anuales del cinco por ciento tardaríamos once años en alcanzarla: un camino, como se ve, exigente pero no utópico. El aumento recientemente acordado, del ocho por ciento, deja el salario mínimo muy por debajo del medio, y por consiguiente afecta a muy pocos. Sin embargo, con esta medida el Gobierno envía una señal orientadora a todos los actores económicos, indicándoles el camino que quiere seguir; y a medida que vaya aumentando, el salario mínimo empezará a morder, es decir, a influir en las decisiones de las empresas.
El salario mínimo, a medida que vaya aumentando, empezará a influir en las decisiones de las empresas
Las cifras anteriores indican que apostar por un aumento sostenido de la productividad supone un gran cambio, que, como todo cambio, crea ganadores y perdedores. Muchos verán peligrar su prosperidad; otros amenazarán con despidos y cierres. Unos tendrán razón y otros no, y será tarea de la Administración separar el grano de la paja. Por eso el ritmo del aumento debe ser pactado, pero no votado por unanimidad. Pero el lector debe estar tranquilo: no se ha hallado, en la práctica, una relación de causa a efecto entre un aumento bien diseñado del salario mínimo y un aumento del paro.
No se logra en dos días, ni es cosa de un ministerio, un aumento sostenido de la productividad. Lleva décadas e implica a todo el mundo: las nuevas actividades piden trabajadores formados para desempeñarlas, además de empresarios para crearlas e investigadores para abrir nuevas posibilidades. Ha de mejorar la protección al trabajador –mejor formación y mejores servicios de colocación– para que los cambios se lleven sin traumas. Todo eso lleva tiempo, y el arte del político consiste precisamente en administrar esos tiempos para que el avance se produzca sin rupturas innecesarias.
Estamos ante una encrucijada no menos decisiva que en 1959, cuando España enterró la autarquía para abrirse al exterior, pero con una gran diferencia: entonces no había más remedio, porque los cofres del Banco de España estaban casi vacíos. Hoy podemos seguir así por un tiempo sin que se hunda el país. Eso sí, los que vengan detrás nos echarán en cara nuestra cobardía, por mucho que la llamemos prudencia, y tendrán razón.