La Vanguardia

‘La La Land’, por obligación

- Llucia Ramis

Por culpa de Joaquín Luna, mi novio propone que vayamos a ver La La Land. Logré obviar el récord que la película ha marcado con sus siete Globos de Oro, los 8,2 puntos sobre diez que tiene en FilmAffini­ty, las frases elogiosas que le dedican todos los medios. Para convencerm­e no servían siquiera los 1.881.253 euros que recaudó su primer fin de semana en cartelera. Los eternos adolescent­es creemos que la mayoría siempre se equivoca, que todas las mayorías son un error. Los amigos de mi novio insistían: “Tienes que ver La La

Land con Llucia ahora mismo, lo peta a saco y es muy de amor y tal”. Y él, que no quiere problemas, les respondía que soy intolerant­e al azúcar.

Es verdad, me harto enseguida: sólo acepto una cucharada robada de un postre ajeno y el chocolate con 70% de cacao, cuanto más amargo mejor. El mundo edulcorado en el que vivimos me empalaga. Está claro que para tragarte según qué cosas hay que suavizarla­s. Pero hubo un tiempo en el que eso se hacía con humor, con un humor ácido. Ahora que la risa se considera políticame­nte incorrecta, impera la dulzura. Ya no se puede bromear ni con los taxistas que colapsan las rondas.

En cambio, uno sí puede ponerse a cantar en el coche, incluso puede montar una coreografí­a con otros conductore­s desesperad­os y bailar sobre los capós durante el atasco; así empieza

La La Land.

El único baile que exculpo es el felliniano de Ocho y medio. Odio las películas musicales tanto como el azúcar blanco. Me da igual que las haga Woody Allen, sean bajo la lluvia, bajo las estrellas o se titulen Moulin Rouge .Yade pequeña, cuando en las de Disney los enanitos o Mary Poppins se ponían a cantar, pensaba: “Qué coñazo”. Bueno, esa palabra aún no existía en mi vocabulari­o, pero queda claro. El sentimenta­lismo espolvorea las emociones con grasas saturadas. Y así va engordando la visión del mundo, hasta convertirl­o en un gran bombón rosa con lacitos que se deshace en la boca, provoca diabetes intelectua­l y nada tiene que ver con la realidad.

Al parecer, La La Land no es cursi todo el rato, y Luna apunta que ha visto pocas películas con un principio tan lamentable y un final tan soberbio. “Recomienda que aleguemos nuestra aversión al almíbar, pero que la veamos”, dice mi novio. “Oye, que su columna se titula ‘Cómo arrastrar un marido al cine’, no al revés”, respondo mientras me pregunto desde cuándo él hace caso de Joaquín Luna y espero aterroriza­da que esta sea la única vez.

Estábamos de acuerdo en ver Elle ,de Paul Verhoeven, y Paterson, de nuestro adorado Jim Jarmusch, porque es un pecado no haberlas visto aún. Y ahora voy a tener que pasar la vergüenza de comprar (¡en pareja!) dos entradas para participar en esa mansedumbr­e sedienta de amor fácil y melódico. ¡Yo! Que me zafé de Titanic, Shakespear­e in love y El diario de Noah .Note lo perdonaré jamás, Quim. Jamás.

Ya de pequeña, cuando en las de Disney los enanitos o Mary Poppins cantaban, pensaba: “Qué coñazo”

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