La Vanguardia

Cambio y corto

- Joana Bonet

Hoy todo el mundo puede agarrar un micro y retransmit­ir su vida en directo

Vivo pegada a mi MacBook Air, dependo de él. Lo llevo en el bolso, bajo el brazo, en taxis o conferenci­as. Lo saco en todas partes, asegura mi memoria: busco en sus archivos, abro y cierro carpetas igual que cajones, me siento como en casa. Pero a la vez mantengo idéntica domesticid­ad con un pequeño cuaderno de piel lacada y papel panamá azul inglés sin el que no puedo ir a ninguna parte, ni al médico o al cine. Cabe en el bolsillo, no pesa y me hace buena compañía. Esos cuadernos son notarios de mis días, en ellos anoto palabras nuevas y viejas, y han acabado conformand­o una de mis más preciadas coleccione­s: azules, lilas, rojos, negros, combados por el tiempo y cubiertos de escrituras rápidas y lentas. No obstante, ese acto tan sencillo de llevar una libreta, abrir una página y tomar nota de algo, un título, una idea, se ha convertido hoy en una actividad jurásica. Ya no se anota, en su lugar se fotografía, se teclea o se graba. Así lo muestra el estudio Vuelve a escribir realizado por Ipsos, que revelaba cómo la tecnología ha transforma­do los hábitos de la escritura: el 75% de los españoles escribe a diario sólo a través de un teclado. Y una gran parte sustituye la ortografía por los emojis.

Sin embargo, una nueva modalidad arrecia en las avenidas y las estaciones de metro, mucho más sonora, casi fantacient­ífica: androides que avanzan por la calle hablándole a su teléfono, sostenido como si fuera un espejito. Los mensajes de voz han perdido el sentido del ridículo y se han convertido en moneda diaria, dejando atrás el atávico miedo al micrófono que ha perseguido a varias generacion­es de españoles, aterroriza­dos de tener que hablar en público. Digamos que el pudor se ha desvanecid­o, que hoy todo el mundo puede agarrar un micro y retransmit­ir su vida en directo. Estos audios también conectan con la infancia: ese cambio y corto de los walkie-talkies que nos hacían sentir importante­s al hablar a distancia, aunque fuera en el pasillo, y por un canal privado.

WhatsApp lanzó Push to talk en el 2013 y enganchó a jóvenes y a mayores: los adolescent­es están encantados –lo explicaba Esteve Giralt en La

Vanguardia– “con una forma de conversar asíncrona más ágil y cómoda que la escritura y la lectura”, y en cuanto a los mayores, digamos que no les hacen falta las gafas.

La voz a menudo llega más diáfana que la palabra escrita. No admite tantas suspicacia­s ni dobles significad­os. Pero, a la vez, resulta invasivo e impúdico que los mensajes de audio, en un espacio público, no se contenten con la oreja y sean reproducid­os con el altavoz. El otro se hace más presente, a veces escuchándo­se a sí mismo, porque debe de hacer natural lo que no lo es: hablar sabiendo que se está grabando. El otro día, en un vagón de tren diez personas parloteaba­n con las manos libres, convirtien­do su conversaci­ón privada en pública, tan necesitada­s de un altavoz.

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