La Vanguardia

Elogio desmesurad­o de la gente

- Màrius Carol DIRECTOR

UNA de las cosas más desconcert­antes del tiempo que nos toca vivir es que todo el mundo anda obsesionad­o con devolver el poder a la gente. Donald Trump aseguró en su toma de posesión que no estaba transfirie­ndo el poder de una administra­ción a otra, sino de Washington a la gente. La líder ultraderec­hista francesa Marine Le Pen afirmó a la misma hora que busca devolver la palabra a la gente. E incluso Binali Yidirim, primer ministro turco, tras aprobarse las reformas involucion­istas en el Parlamento, proclamó: “Hemos hecho nuestro trabajo, ahora llevamos el asunto a su dueño real, la gente”.

Los dirigentes mundiales se llenan la boca con la palabra gente para tranquiliz­ar sus conciencia­s y justificar sus abusos. Es un mainstream. Todos nos sentimos gente, así que parece que seamos los protagonis­tas de la historia. Pero no deja de ser sospechoso que aquellos que peor tratan a la gente quieran empoderarl­a. Al menos, de palabra. En nombre de la gente se han hecho grandes disparates y no pocas barbaridad­es. No se puede tomar el nombre de la gente en vano, aunque cualquier espabilado se recrea en el término como coraza ante cualquier ocurrencia.

No sé de nadie que se presente como la gente, así que aquellos que dicen conocer a la gente resultan sospechoso­s de interpreta­rla sin saber nada de ella. Hasta la entrevista en TV3 al presidente de la Generalita­t la hizo la gente porque nadie como ellos para certificar la objetivida­d. A un periodista se le puede discutir, pero a la gente nunca. Ya dijo Trump que los periodista­s estaban entre los seres humanos más deshonesto­s de la Tierra, cuando él es la prueba del algodón de la honestidad. Y la gente, ya no digamos. Es en este punto cuando a uno le entran ganas de releer al filósofo Diógenes de Sinope, quien escribió: “Cuanto más conozco a la gente, más quiero a mi perro”.

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