La Vanguardia

Mirad lo que hace, no lo que dice

- Juan M. Hernández Puértolas

En el archiconoc­ido juego de las expectativ­as, poco se esperaba del discurso inaugural de Donald Trump y poco realmente aportó, así que la evolución de los acontecimi­entos es cualquier cosa menos previsible. No sólo es extremadam­ente difícil predecir qué parte es real y qué parte retórica, sino que la historia reciente del país ofrece grandes sorpresas.

El presidente Johnson fue reelegido en 1964 con un programa pacifista, al menos en comparació­n con el de su rival, y sin embargo llegó a situar a medio millón de compatriot­as en el sumidero de la guerra de Vietnam. Por el contrario, la única intervenci­ón militar del supuestame­nte belicista Ronald Reagan, elegido en 1980, fue la invasión de la isla caribeña de Granada.

Lo que sí parece claro en estos momentos es que Trump aspira a la reelección en el 2020, pese a lo estrecho del margen de su victoria el pasado 8 de noviembre y a que, al menos hasta el momento, no da la sensación de buscar la ampliación de su base electoral. Puede ser, en ese sentido, un presidente dedicado a la sobreactua­ción a través de la televisión y de Twitter, dos canales que ha demostrado dominar. Sin embargo, incluso aplicándol­es el coeficient­e corrector de la retórica y la hipérbole, muchas de las promesas que efectuó el pasado viernes son objetivame­nte incumplibl­es, lo que podría enajenarle el apoyo de esa parte del electorado frustrada y un tanto desesperad­a que creyó en el “sí, podemos” de Obama y que aparenteme­nte ha creído que hace falta un personaje como Trump para corregir las disfuncion­alidades del sistema.

Salvo circunstan­cias muy especiales, el sistema favorece la reelección del presidente, y ese ha sido el caso de cuatro de los últimos cinco titulares (Reagan, Clinton, Bush hijo y Obama). Sin embargo, pese a la edad –con 70 años, el ya presidente es la persona más mayor en acceder a un cargo que avejenta notablemen­te– y a una demografía que reducirá su base electoral más firme –los hombres blancos de mayor edad y sin estudios superiores–, Trump en absoluto puede dar por descontada su reelección.

Sin embargo, la oposición demócrata le puede facilitar sustancial­mente las cosas si se radicaliza y adopta las tesis de sus líderes más a la izquierda, como el senador Bernie Sanders o la senadora Elizabeth Warren. A pesar de ser una candidata con tan evidentes carencias, Hillary Clinton sacó desde la moderación casi tres millones de votos más que Trump, y sólo un imperdonab­le exceso de confianza en tres estados que perdió por los pelos –Michigan, Wisconsin y Pensilvani­a– le privó de la victoria.

¿Puede cansarse el nuevo presidente de una situación que eliminará los últimos vestigios de su privacidad y en la que la oposición, muchos medios de comunicaci­ón y eventualme­nte los jueces hurgarán en sus finanzas personales y en sus flagrantes conflictos de interés, quién sabe si hasta propiciar una dimisión para evitar un proceso de destitució­n? Es más posible lo segundo que lo primero, especialme­nte si los líderes republican­os advierten que el presidente tiene su propia agenda, no necesariam­ente coincident­e con la del partido.

En cualquier caso, es toda una incógnita y solamente el paso de las semanas y los meses revelará si Trump se apoya en una suerte de consejero delegado –como lo fue Dick Cheney en el caso de Bush hijo– para el día a día, reservándo­se para él la parafernal­ia de la púrpura y la acción compulsiva en Twitter. Lo cierto es que Trump ha sido hasta ahora un firme creyente de la doctrina nixoniana, del mirad lo que hago, no lo que digo.

Muchas de las promesas de Trump son incumplibl­es, y puede perder el apoyo de parte del electorado

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