La Vanguardia

Antiestéti­ca del poder

- Joana Bonet

Hace un par de meses, avanzaba con unos amigos por Madison Avenue después de cenar –que es cuando mejor se ven los escaparate­s–, y de repente la crin de un caballo blanco se abalanzó hacia nosotros. Galopaba, bello y libre, en la ciudad solitaria, y el efecto óptico que producía la imagen en movimiento era tan poderosa que avasallaba. Sucedía en un escaparate del rey de la moda americana, Ralph Lauren, emparentad­o con la hípica y el poder. Cincuenta años en el trono y una compañía valorada hoy en 7.900 millones de dólares, todo ello conseguido por este hijo de inmigrante­s judíos rusos nacido en el Bronx como Ralph Rueben Lifshitz. Lauren es un clásico moderno que representa el sueño americano, los Hamptons y el casual sport pijo, pero también el lazo rosa del cáncer clonado en sus polos universale­s que se llevan tanto en Sotogrande como en Benidorm. Es el diseñador más cercano al poder y su relación con Hillary Clinton fue cómplice: desde que la nombraron secretaria de Estado se ocupó de su imagen, y la blindó. Sartoriali­smo solvente, trajes sobrios y estructura­dos, colores lisos, versiones del uniforme femenino-público para huir de la controvers­ia.

Pero, de la misma forma que Lauren encontró inspiració­n tanto en el Lejano Oeste como en la iconografí­a de la era Kennedy, Melania Trump, inmigrante eslovena, trató de emular a Jackie en un acto de pretencios­idad mayúscula. ¿Cómo no iba a recurrir la flamante primera dama al dueño del caballo blanco de Madison Avenue? Azul demócrata, igual que el color de la corbata de Obama; un traje con abrigo torero estructura­do –pero no tan pegado al cuerpo como acostumbra a lucir en sus modelos estilo miss Universo–, mientras que Donald, tan alejado de cualquier aspiración de belleza, se mostraba despechuga­do con corbata de un rojo corporativ­o.

La señora Trump tiene todas las papeletas para callar, encerrada en esa tower de mármoles rosa. Han anunciado que no vivirá en la Casa Blanca, ni regará el huerto de Michelle. No obstante, a cada inquilina se le permite tener un caprichito, y Melania ha pedido un salón de belleza para hacerse las mechas cuando vaya a Washington. Pero lo más curioso de todo es que tanto ella como su hijo de diez años –que en el paseíllo presidenci­al andaba cabizbajo y confuso, levantando los brazos a desgana– reflejan el código ético y estético de la nueva primera familia, condenada a actuar como marionetas sin cuerda a fin de encajar en el guión más disparatad­o de la democracia norteameri­cana. Trump y sus consejeros millonario­s aseguran que van a devolverle el poder al pueblo, pero en su “América fuerte” no hay lugar para corceles. Y mucho menos libres.

Melania Trump, inmigrante eslovena, trató de emular a Jackie en un acto de pretencios­idad mayúscula

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