El actor de las mil vidas recapitula
EL MÍTICO INTÉRPRETE FRANCÉS ACABA DE PUBLICAR UN LIBRO DE MEMORIAS QUE RECORRE SU TREPIDANTE VIDA DE TRUHÁN ADICTO AL RIESGO
Nada parecía detenerle. Ni saltar desde un helicóptero a una lancha a toda velocidad ni la mujer más deslumbrante. Con 83 años, Jean Paul Belmondo, que supo combinar los filmes de acción con la intelectualidad de la nouvelle vague, publica unas esperadas memorias tituladas Mil vidas valen más que
una. En la trayectoria del legendario actor, las vidas se superponen como en una matrioska. Y un rasgo se repite: la insaciable joie de
vivre.
Nacido en una familia burguesa y culta de Neuilly, la banlieue más exquisita de París, Jean Paul creció en un entorno feliz y despreocupado. Las lecciones de arte de su padre –reconocido escultor– que cada domingo “sin exepción” llevaba a su prole al Louvre, no hicieron mucha mella en el joven torbellino. “Para mí, niño de circo, ese plato de cultura semanal, tras el almuerzo, a la hora de la siesta, era demasiado copioso”, relata.
Su alegre infancia se vio marcada por la Segunda Guerra Mundial. Le tocó ayudar al párroco a recoger cadáveres de soldados en el bosque mientras su madre acogía a judíos perseguidos por la Gestapo. De ella heredó una “diabólica energía” y la pasión por la velocidad. Educado en la prestigiosa Escuela Alsaciana de París –donde sólo era aplicado en el fútbol– optó por lo único que le atraía: el conservatorio de arte dramático. Uno de sus profesores le vaticinó: “No tendrás nunca una mujer en tus brazos en el teatro o en el cine”. Belmondo afirma que el comentario, que aludía a su físico supuestamente poco agraciado, no le hirió tanto como hubiera debido. “Sentía que lo desmentiría. Tuve razón. Por mis brazos, en la pantalla, pasaron las mujeres más guapas de la época. Tan sólo Brigitte Bardot, pese a unas pruebas muy convincentes, ¡escapó a mi poder de seducción!”, se vanagloria.
Pero los inicios no fueron fáciles. Tiempos en los que este apasionado del boxeo –le rompieron la nariz en un combate– sobrevivía participando en pequeñas producciones teatrales y abusando de sus vecinos de Saint-Germaindes-Prés. Un día descubrió que entre sus víctimas estaban nada menos que Simone de Beauvoir y Jean-Paul Sartre. “Dejé de robar la leche de ese portal”, confiesa. El estreno, en marzo de 1960, de
À bout de souffle, de Jean-Luc Godard, cambió el destino de Belmondo. Su primer encuentro con el mítico director no fue precisamente un flechazo: “Todo en él me horripila. De entrada, se dirige a mí sin quitarse las gafas de sol, lo que me parece muy mal educado y perfectamente sospechoso. (…) Parece cultivar un aspecto descuidado, sin afeitarse ni peinarse, fumando cajas enteras de espantosos Boyard”, describe.
Cuando se encontró con Alain Delon, ambos se encontraban en pleno auge. En 1969, el protagonista de La piscina le propuso rodar Borsalino, en la que interpretan a dos gángsters de Marsella. “Soñaba con formar un dúo tan mítico como el de Paul Newman y Robert Redford en Dos hombres y
un destino”, cuenta Belmondo. Dos temperamentos volcánicos, tan opuestos –mientras Alain precisa concentrarse antes de cada escena Jean Paul necesita dispersión– y similares a la vez. Enfadado con su amigo, Belmondo no fue al estreno. “No respetó el pacto de igualdad en los carteles. Cometió la torpeza de salir dos veces, como productor y como actor”, reprocha a Delon. Salvo este episodio, ambos mantienen excelentes relaciones.
Según Belmondo, la prensa le atribuyó idilios falsos con actrices como Jean Seberg, Claudia Cardinale, Françoise Dorléac o Jeanne Moreau. “Acabó por suceder. Me enamoré de Ursula Andress, una tigresa dinámica y deseable, una mujer divinamente bella y divertida, una alma gemela a la que no tuve el corazón de resistir”. Por ella se divorció de la madre de sus tres hijos y vivió siete años de pasión y de “extravagantes” escenas de celos. Como la noche en la que regresó de madrugada, borracho, junto a un amigo. Ursula había cerrado todas las puertas y ventanas para impedir que entrara, y cuando el actor intentó subir por la pared con una escalera ella abrió la ventana provocándole una “severa caída”. Belmondo siguió a Andress a Estados Unidos, donde residió un año y se hizo amigo de juergas de celebridades como Warren Beatty, Frank Sinatra, Kirk Douglas o Dean Martin.
Ya separado de Ursula, cayó rendido a los pies de Laura Antonelli: “Una mirada o una sonrisa suya y la guerra reculaba, el cielo se abría, el sol aparecía”. Con más de 80 filmes a las espaldas, Belmondo considera que, en la época, Cannes no le perdonó haber osado “acumular el cine elitista y el popular”. La vida tampoco le sonrió siempre. En el libro evoca la muerte de su hija Patricia, cineasta, fallecida en el incendio de su piso. “El médico que vino a verme ese día me exhortó a ir al teatro, como de costumbre. Me dijo: si no actúa hoy no lo hará nunca más”, relata. Belmondo siguió el consejo, y siguió superando obstáculos, incluido un grave accidente vascular. “Estas mil vidas han pasado demasiado deprisa, a la velocidad a la que conducía los coches”, concluye.
“Por mis brazos pasaron las más guapas de la época. Solo se resistió Brigitte Bardot”
Con Ursula Andress vivió siete años de pasión y extravagantes escenas de celos