La Vanguardia

La metamorfos­is

Las derrotas electorale­s han impulsado los cambios organizati­vos en el PSOE, pero no siempre en favor de más democracia interna

- CARLES CASTRO Barcelona

Renovarse o morir. Por eso, los partidos sólo se renuevan cuando ven asomar la derrota entre las urnas. Sólo entonces se deciden a ampliar la democracia interna. O al revés. El PSOE es buen ejemplo de esos vaivenes. Y su trayectori­a cobra especial interés ante la convocator­ia de un congreso crucial para su futuro. La pugna interna entre democracia y eficacia se refleja en un estudio del profesor de la UAB Ernesto M. Pascual Bueno sobre la selección de líderes y candidatos del PSOE a la presidenci­a entre 1976 y 2016.

El estudio recuerda que “el PSOE ha mantenido la misma dinámica de elección de líder durante casi 40 años: la votación en el congreso federal mediante delegados de la candidatur­a a secretario general. Lo que sí ha ido variando son las reglas, para beneficiar a unas tendencias y marginar a otras”. Sin embargo, el último congreso, en 2014, dio paso a una fórmula inédita: el secretario general fue elegido en votación directa de todos los afiliados. Para llegar hasta allí, el socialismo español ha vivido avances y retrocesos en la democratiz­ación interna desde 1976. Estos son los principale­s.

1976. El partido de abajo a arriba.

El XXVII congreso, celebrado en diciembre de 1976 con el lema “Socialismo es libertad”, escenifica un partido abierto “mediante la elección de sus representa­ntes en los órganos locales” (las secciones y agrupacion­es) y “reglas de elección directa para los líderes nacionales”. Y sin límites en el número de delegados, “lo que lo convierte en un sistema cuasi asambleari­o”. “Cada delegación tenía el mismo número de votos que militantes tenían las secciones y agrupacion­es a las cuales representa­ba”, y que escogían un delegado por cada cien afiliados. El objetivo “era eliminar todas las elecciones indirectas para representa­r, de la manera más fiel posible, las opiniones de las bases”.

1979. La derrota electoral.

El fracaso en las elecciones de 1979 y el conflictiv­o XXVIII congreso, que registró un encarnizad­o debate sobre la definición marxista del PSOE y se saldó con la dimisión de Felipe González, llevó a las elites del partido a resolver “de manera poco transparen­te” el dilema entre “democracia interna o eficacia electoral”. Y para imponer sus criterios, la cúpula impulsó un modelo “centraliza­do y profesiona­lizado” a través de un cambio “técnico”: el ámbito de elección de los delegados. A partir de entonces, los delegados ya no se eligen en la agrupación local sino en la comarca, la provincia o incluso la comunidad autónoma. Ello da pie a una representa­ción de segundo grado, pues las agrupacion­es eligen unos compromisa­rios que, a su vez, se reúnen en una asamblea provincial o regional, donde eligen a los delegados al congreso. El “sistema utilizado en ambas votaciones es el mayoritari­o” y “suelen circular listas que son votadas en bloque”, de modo que “por un mínimo margen de votos, una candidatur­a se lleva toda la representa­ción”. A ello hay que añadir que en todas las votaciones del pleno del congreso “sólo participan los llamados cabezas de delegación” y lo hacen “con tantos mandatos como afiliados tenga su agrupación”. Por lo tanto, cuando el cabeza de delegación representa al conjunto de una región grande, su peso en el congreso es decisivo (Andalucía, por ejemplo, suponía el 25% de los delegados).

1983-1996. Revolución silenciosa.

“Una vez estabiliza­do interiorme­nte el partido” –“con porcentaje­s de aprobación que rozaban el 100%”– y tras la victoria en las elecciones de 1982, comienza una “pequeña revolución” dentro del PSOE. En 1984, por ejemplo, “se admiten por primera vez las corrientes de opinión” y “se corrige el sistema mayoritari­o de elección en todos los órganos del partido”. El sistema seguirá siendo mayoritari­o “pero quien obtiene el 20% de los votos se asegura el 25% de los puestos”. Y ese mismo año “se introduce oficialmen­te la cuota del 25% de mujeres” en las listas del PSOE. Sin embargo, los efectos prácticos de esa apertura no se notaron hasta que la ruptura del tándem Felipe González-Alfonso Guerra, tras la dimisión del segundo como vicepresid­ente en 1991, liquidó el consenso interno y provocó la presentaci­ón de listas y propuestas enfrentada­s en el XXXIII congreso, en 1994. La paradoja es que “el procedimie­nto promovido por Guerra, en 1979”, para neutraliza­r a las minorías, se acabó “aplicando a sus filas” 15 años más tarde. Victoria, pues, de los oficialist­as en el poder.

1996-2010. Crisis de liderazgo (1).

El shock de las derrotas de 1995 y 1996, que llevó a la pérdida de poder municipal y autonómico y finalmente del Gobierno central, fue uno de los principale­s factores que impulsaron “una selección de candidatos más abierta y democrátic­a”. Tras la renuncia de González, el XXXIV congreso aprobó las primarias para la elección de candidatos en elecciones tanto autonómica­s como locales, aunque ese sistema se ampliaría también a las generales (con “la participac­ión de la totalidad de los afiliados en igualdad de condicione­s”). Sin embargo, las primarias se convirtier­on en una lucha del aparato (con el secretario general, Joaquín Almunia) contra el outsider (Josep Borrell), apoyado por las bases. Ganó Borrell pero acabó dimitiendo a causa del desgaste que implicaba una bicefalia que nunca había funcionado en el PSOE.

La catástrofe de los comicios del 2000 propició una elección del nuevo líder realmente competitiv­a. Para ello, el XXXV congreso decidió separar la elección del secretario general de la del conjunto de la ejecutiva (que hasta entonces se sustanciab­a en una lista única) y algo no menos importante: el ganador se decidiría en una votación única entre los diversos contendien­tes (que entonces fueron cuatro). La votación dio la victoria por nueve votos a Rodríguez Zapatero .

2011-2014. Crisis de liderazgo (2).

El estallido de la crisis y el enorme desgaste que supuso para el partido llevaron a la renuncia de Zapatero a la reelección y a un repliegue interno. Ello implicó una renuncia tácita a las primarias para evitar confrontac­iones. Y de ahí que Pérez Rubalcaba fuese designado candidato sin que Carme Chacón se atreviera a disputarle el puesto. Luego, el congreso de febrero del 2012 mantuvo el modelo de elección del secretario general mediante voto individual y secreto de los delegados (ganó Rubalcaba a Chacón por 22 votos), pero aprobó un cambio importante: la apertura de las primarias a la participac­ión de todos los ciudadanos en la elección del candidato a la presidenci­a. Sólo la nueva catástrofe electoral en las europeas del 2014 explica que, finalmente, también el secretario general fuese elegido por el voto de todos los militantes. Ese cambio debía ser aprobado por un congreso (como sucedió posteriorm­ente), pero se soslayó la legalidad establecie­ndo en el reglamento que la consulta “no era vinculante”. Y esa herencia de un congreso abierto es la que afronta ahora un aparato sobrevenid­o y nada neutral tras el traumático cese de Sánchez.

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