Guillem Simó
Me dice una amiga que le conoció que parecía un ángel tímido y tierno. Y se desprende de la lectura de sus apuntes introspectivos que se complacía sintiéndose exiliado del mundo, como un ángel caído en el tiempo y el espacio. Inmisericorde en el juicio de los demás, también era muy severo consigo mismo. Hipercrítico y constantemente insatisfecho, autodestructivo, no se perdonaba una existencia que llevaba perezosa y solitaria, con una ambición de escritura artística y especulativa que en vida quedó apenas en nada.
Se llamaba Guillem Simó, nacido y empadronado en Palma, poeta y narrador casi en secreto, pintor y compositor diletante, chamuscado catedrático de instituto. Tocaba la espineta, leía mucho, fumaba y bebía demasiado. Murió de un cáncer de hígado, en el 2004, a cincuenta y nueve años. Pero escribió durante tres décadas un dietario muy crítico con la condición humana, y sin autocompasión alguna, que tras una primera entrega también póstuma (y recibida con bastante escándalo en Mallorca) ahora se ha editado todo –o casi todo– al cuidado de Carme Vidal y Sam Abrams.
Abrams, que ha tenido una intervención decisiva para dar a conocer a este sorprendente escritor oculto, evalúa que En
aquesta part del món es “uno de los dietarios más importantes de la literatura catalana moderna y contemporánea”. Y subraya la “autenticidad” (tan inusual, sí, en una literatura del yo aquí históricamente constreñida por el qué dirán del “ethos” bienpensante burgués y por ese miedo al “pathos” que tan gravemente limitó la vitalidad de la novela catalana posterior al modernismo).
Esta “autenticidad”, o libertad de espíritu, era quizás también inconsciencia, además de una osadía que Abrams vincula sabiamente con aquella “parresía” de los griegos antiguos (en virtud de la cual decir toda la verdad, tenga las consecuencias que tenga , es un deber moral). Guillem Simó se rebela contra el mundo con autotorturado orgullo. Ahogado por una desesperanza tóxica, sentía ese gusto por la provocación de Miquel Bauçà o Houllebecq. Agarrándose a la negación como fundamento de certeza, necesitado del abismo y el vértigo, estimulado por una tristeza convertida a menudo en rabia, el hombre infeliz que escribe este dietario con notas de autoanálisis tan angustiadas como inteligentes parece haber basado su existencia en la inseguridad total y la duda permanente, en una interrogación sin fin que lo condenaba a un malestar que, más que un estado de ánimo, era una lucidez excesiva.
Habiéndome leído las más de setecientas páginas de este dietario insólito, me atrevo a decir que si el hipersensible Guillem Simó hubiera sabido –o podido– salir un poco más de sí mismo podríamos haberlo considerado, en el camino nihilista los hostigadores Schopenhauer, Nietzsche y Cioran, nuestro pequeño Bernhard, Gombrovicz o Jelinek. Para todos estos asociales la literatura no es diversión o huida sino doloroso ejercicio de abrir y hacer abrir los ojos.
Ahogado por una desesperanza tóxica, sentía ese gusto por la provocación de Miquel Bauçà o Houllebecq