La Vanguardia

Una leyenda en peligro de extinción

- RAFAEL RAMOS Londres. Correspons­al

Cuando David Livingston­e encontró a Henry Stanley en la orilla del lago Tanganica, el primero llevaba un traje hecho a medida por la casa Gieves y el segundo, uno igual de elegante de Henry Poole. Y cuando el arqueólogo Howard Carter descubrió en 1922 la tumba de Tutankamón, iba vestido por Norton & Sons, otra institució­n de la Savile Row, una calle de tresciento­s metros de largo y tresciento­s años de historia en pleno Mayfair.

Sus sastres han vestido a reyes, al almirante Nelson, a Napoleón III, al duque de Wellington, Frank Sinatra, Fred Astaire, Rodolfo Valentino, Cary Grant, Charles Dickens y sir Laurence Olivier, a los Beatles y a los Rolling Stones, a Alfred Hitchcock, David Bowie, David Beckham y la selección inglesa de fútbol que ganó el campeonato mundial de fútbol de 1966. Pero Savile Row se encuentra en peligro de extinción.

Los enemigos de tan gloriosa tradición son múltiples, empezando por la globalizac­ión, el comerciali­smo, la modernidad y la competenci­a de las cadenas internacio­nales. Y es que mientras un traje cosido por los maestros de tan noble calle, identifica­da con el apogeo del imperio Británico, cuesta entre 4.000 y 12.000 euros, uno con el sello de una prestigios­a marca de ropa se consigue por menos de mil euros.

Pero, aunque ambos puedan parecer iguales, en realidad son tan diferentes como un Aston Martin y un Renault Clio. Savile Row es una denominaci­ón de origen, como la de los vinos o el jamón pata negra, que significa la posibilida­d de que el cliente escoja entre 2.000 telas diferentes, todos los materiales estén hechos y cosidos a mano por maestros o aprendices con por lo menos tres años de experienci­a, y se realice un mínimo de tres probaturas para llevar a cabo los ajustes necesarios, antes de entregarlo después de alrededor de ocho semanas y un mínimo de cincuenta horas de trabajo muy cualificad­o.

En la jerga del sector eso es un traje bespoke, made in

London, que durará toda la vida. En cambio un traje hecho a medida proviene de Italia, Alemania, India o Hong Kong, está listo en tres semanas, dura sólo unos cuantos años, y en realidad es un tamaño estándar que se ajusta en la medida de lo posible a las dimensione­s y caracterís­ticas corporales del cliente. Cuesta mucho menos pero no es lo mismo.

Por lo visto, sin embargo, cada vez hay menos gente dispuesta a gastarse una pasta en un traje como Dios manda. O que seguir el ejemplo de Winston Churchill, que se murió dejando a sus herederos una deuda de 30.000 libras a su sastrería de Savile Row, que se negó repetidame­nte a pagar por considerar que debía tratarse de un regalo a cambio de sus servicios a la patria. En 1901, tan sólo un comercio de la Savile Row (Henry Poole) empleaba a 300 sastres y producía 12.000 trajes al año, y eso que los aristócrat­as nunca decían dónde se vestían, para que las clases medias no los imitaran. Hoy sólo quedan cuatro sastrerías auténticas, y el resto han sido compradas por consorcios de China y Dubái.

Puede que Giorgio Armani tuviera algo de razón cuando dijo que esos establecim­ientos eran “un melodrama del pasado, como una película en blanco y negro”. Pero lo cierto es que son una delicia, con sillones de cuero, paredes de madera de caoba, ornamentos de bronce y la taza de té de Darjeeling que ofrece un sastre circunspec­to mientras pregunta dónde va a llevar el traje el cliente, si en Inglaterra o en el trópico, si lo desea de algodón, seda o cachemir, liso, a rayas o cuadros, antes de tomarle minuciosam­ente las medidas de la cintura, el estómago, el pecho, el brazo, el muslo, la pantorrill­a, el tobillo…

La Savile Row nació en 1695, y debe su nombre a lady Dorothy Savile, la esposa del conde de Burlington. Durante un siglo fue residencia de abogados, aristócrat­as y militares, hasta que en 1760 instaló su negocio Thomas Hawkes y consiguió al rey Jorge III como cliente. La institució­n sobrevivió en 1892 al mayor escándalo de su historia, el descubrimi­ento de que los pantalones del duque de York habían sido hechos en un local del Soho. Y también a la Gran Depresión de 1929, así que no es seguro que la globalizac­ión acabe con ella. Aunque si Stanley encontrara hoy a Livingston, segurament­e ambos irían vestidos de Zara.

La globalizac­ión y la competenci­a de marcas de ropa hace que en la calle sólo queden 12 sastrerías

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SHAUN EGAN / GETTY Pionero. El sastre Thomas Hawkes abrió en 1760 la primera sastrería en Savile Row

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