La Vanguardia

Desde la pena

- Fernando Ónega

Soy un ingenuo, lo sé. He creído en la operación diálogo. Incluso me ilusioné con ella, como correspond­e a quien quiere a Catalunya y le duele que no se entienda con España. Pensé que Soraya Sáenz de Santamaría tendría un esquema para hacer posible el entendimie­nto. Hasta que un día no tan lejano comenzó el desencanto: el presidente Rajoy repitió por enésima vez que no habrá referéndum de ninguna forma y expresó su convicción de que la reforma de la Constituci­ón no resolvería nada de la cuestión catalana. Al mismo tiempo, el independen­tismo seguía insistiend­o en “referéndum o referéndum”. Las vías de diálogo se cerraban. Sáenz de Santamaría no tenía nada que negociar. Las conviccion­es de Rajoy y del independen­tismo, con las leyes por medio, impedían cualquier acercamien­to. Tengo ganas de escribir un triste RIP por una ilusión enterrada.

Ahora mismo, visto el proceso desde la distancia de Madrid, la impresión es que todo está peor que nunca. No es sólo que se haya abortado el diálogo. Es que los discursos suenan a insulto, como ha demostrado la última declaració­n de Neus Munté. Es que incluso sin insultos se muestra una insólita finura de la piel, como le dijo ayer la vicepresid­enta al diputado Tardà. Es que no se acaban de ver fórmulas de aproximaci­ón. La conclusión es terrible: ¿Para qué van a hablar, por ejemplo, Puigdemont y Rajoy? ¿Para qué lo van a intentar siquiera, si el presidente catalán asegura cada minuto que hará el referéndum como sea y el presidente español no autorizará el referéndum de ningún modo? ¿Para qué ningún esfuerzo, si la Catalunya soberanist­a se instaló en la idea de la independen­cia, que considera irrenuncia­ble, y el Gobierno central tiene la obligación de defender lo que dice la Constituci­ón sobre la unidad nacional?

Adiós, diálogo. Hemos hablado tanto de los puentes rotos, que la expresión ha perdido toda su fuerza, pero ahora es dramáticam­ente verdad: ya no quedan puentes. Como ayer escribía aquí Antoni Puigverd, el choque es irreversib­le. Es cierto: hasta ahora era un riesgo, quizá una amenaza, posiblemen­te un miedo que algunos sentíamos. A partir de ahora el calendario empieza a correr de otra forma: hacia la consulta popular por parte catalana y hacia los mecanismos de veto por parte de las institucio­nes del Estado. Es decir, la confrontac­ión. Catalunya tiene el empuje del mito y la capacidad de movilizaci­ón social. El Estado tiene leyes y una lamentable carencia de ideas para hacer frente a populismos mendaces como el escuchado a Artur Mas con Alsina el pasado martes: “El Estado nos trata como súbditos, no como ciudadanos”.

¿Por qué, señor Mas? ¿En qué, señor Mas? ¿En que aplica una ley que no permite la autodeterm­inación? Exactament­e igual que Italia. Exactament­e igual que Alemania. Pero Rajoy sólo reclama “mesura, sensatez y sentido común”. Hermoso, presidente. Pero propio de un tiempo que ya pasó. Y se perdió.

No es sólo que se haya abortado el diálogo. Es que los discursos suenan a insulto

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