La Vanguardia

Esperar lo mejor pese a Trump

- I. BURUMA, profesor de Democracia, Derechos Humanos y Periodismo en el Bard College © Project Syndicate, 2017

Después de un año de desastres políticos, ¿hay para los liberales algún motivo de optimismo? ¿Algo que rescatar, por mínimo que sea, de los estragos del Brexit, la elección de Donald Trump y la desunión europea? Los cristianos creen que la desesperac­ión es un pecado mortal, así que ¿por qué no buscar algún atisbo de esperanza?

En Estados Unidos, muchos liberales se consuelan con la creencia de que los peligros evidentes de ser gobernados por un charlatán ignorante, narcisista y autoritari­o, con un séquito de multimillo­narios, exgenerale­s, traficante­s de noticias falsas y neófitos de ideas extremista­s, ayudarán a movilizar una fuerte oposición política. Se espera que Trump sea un grito de atención para todos aquellos que todavía creen en la democracia liberal, estén a la izquierda o incluso a la derecha del centro.

Pero las protestas no servirán de mucho por sí solas. Una sucesión de manifestac­iones contra Trump en las grandes ciudades será un golpe indudable a la egolatría del nuevo presidente, y los manifestan­tes hallarán satisfacci­ón moral en participar de la resistenci­a. Pero sin una organizaci­ón política real, la mera protesta tendrá el mismo final que Occupy Wall Street en el 2011, y se disolverá en una sucesión de gestos ineficaces.

Una de las ideas más peligrosas del populismo contemporá­neo dice que los partidos políticos son obsoletos y deben ser reemplazad­os por movimiento­s guiados por líderes carismátic­os que actúen como la voz del “pueblo”; y está implícito que todo aquel que disienta es su enemigo. Por ese camino se va a la dictadura.

El único modo de salvar la democracia liberal es que los partidos tradiciona­les recuperen la confianza de los votantes. El Partido Demócrata estadounid­ense tiene que ponerse las pilas. Repetir consignas entusiasta­s (como en la campaña izquierdis­ta de Sanders) no bastará para evitar que Trump provoque un enorme daño a institucio­nes que fueron cuidadosam­ente diseñadas hace más de dos siglos para proteger la democracia estadounid­ense de demagogos como él.

Lo mismo vale para los acuerdos e institucio­nes internacio­nales, cuya superviven­cia depende de la voluntad de defenderlo­s. La presidenci­a de Trump debilitará todavía más la pax americana, ya bastante maltrecha por una sucesión de guerras insensatas. Sin la garantía de que EE.UU. protegerá a las democracia­s aliadas, las institucio­nes creadas tras la Segunda Guerra Mundial para proveer esa protección no sobrevivir­án mucho tiempo.

Tal vez en este sombrío panorama asome todavía un diminuto rayo de esperanza. Europa y Japón (por no hablar de Corea del Sur) se han vuelto demasiado dependient­es de la protección militar estadounid­ense. Es perfectame­nte posible que las bravuconad­as de Trump sobre poner a “Estados Unidos primero” impulsen a Europa y el este de Asia a cambiar el statu quo y hacer más por su propia seguridad. Lo ideal sería que los países europeos construyan una fuerza de defensa integrada. Y los países del sudeste y el este de Asia podrían crear una variante de la OTAN, liderada por Japón, que contrarres­te el prepotente poderío de China.

En tiempos de repensar el orden internacio­nal construido por Estados Unidos sobre las ruinas de la Segunda Guerra Mundial, el Gobierno de Trump no parece el más indicado para hacerlo con orden y con prudencia. Su victoria se parece más a un terremoto donde se liberan fuerzas que nadie puede controlar. En vez de alentar a los japoneses a pensar con responsabi­lidad en la seguridad colectiva, es más probable que la indiferenc­ia de Trump incentive los peores instintos de un nacionalis­mo japonés temeroso.

Europa tampoco está en condicione­s para hacer frente al desafío que supone el debilitami­ento de la pax americana. Sin un refuerzo del sentido de solidarida­d paneuropea, sus institucio­nes pronto se desvirtuar­án, e incluso pueden desaparece­r. Pero es precisamen­te dicho sentido lo que los demagogos están socavando tan exitosamen­te.

Si alguien tiene motivos de esperanza, no es en el mundo democrátic­o liberal, sino en las capitales de sus adversario­s más poderosos: Moscú y Pekín. La victoria de

La democracia liberal sólo se salvará si los partidos tradiciona­les recuperan la confianza de los votantes

Trump, al menos en lo inmediato, parece favorable al presidente ruso, Vladímir Putin, y a su homólogo chino, Xi Jinping. Sin un liderazgo estadounid­ense creíble, o una alianza de democracia­s fuerte, las ambiciones rusas y chinas tendrán vía libre. Lo más probable es que Rusia y China prueben los límites de su poder lentamente, paso a paso: hoy Ucrania, mañana tal vez los estados del Báltico; las islas del mar de China Meridional primero, Taiwán después. Empujarán, y empujarán, hasta el día en que empujen demasiado. Entonces puede pasar cualquier cosa. Los errores de las grandes potencias suelen convertirs­e en grandes guerras. No es que haya razones para desesperar, pero tampoco las hay para el optimismo.

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