La Vanguardia

Líderes ante la niebla

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Una de las mejores series televisiva­s sobre política que ahora se pueden ver es The crown (Netflix, 2016), creada por Peter Morgan, con un cuidado extraordin­ario por los detalles. El hilo conductor es el reinado de Isabel II y, a partir de esta peripecia, asistimos a una disección sutil –inteligent­e, sugerente– de la complejida­d política y humana de una democracia moderna. Los poderes y sus servidores son observados como si fueran insectos que se mueven por su hábitat, con distancia crítica y compasión. La primera temporada narra los tiempos de aprendizaj­e en el trono de la actual reina de Inglaterra, y uno de sus ejes es la complicada relación de la joven monarca con el primer ministro, un Winston Churchill crepuscula­r y al mismo tiempo combativo contra su decadencia y sus enemigos, sobre todo los de su propio partido y gobierno. Es de justicia remarcar la interpreta­ción que hace John Lithgow del histórico político conservado­r.

El episodio cuatro de la primera temporada se sitúa durante los primeros días de diciembre de 1952. La ciudad de Londres sufrió una contaminac­ión ambiental muy grave, causada por una niebla excepciona­l y una inversión térmica que incrementó la polución generada por la utilizació­n del carbón de baja calidad que se utilizaba para producir electricid­ad y para calentar las casas. Aquella crisis –conocida como The Big Smoke o The Great Smog– tuvo muchos efectos sobre la población: además de llenar los hospitales, dio lugar a accidentes de tráfico, robos y disturbios. Varias fuentes señalan que los muertos a raíz de aquella contaminac­ión –durante las semanas posteriore­s– fueron alrededor de 12.000, aparte de miles de afectados que necesitaro­n tratamient­o médico.

Un líder de la vieja escuela como era Churchill no supo comprender la magnitud política de una situación que la oposición laborista veía como una oportunida­d sensaciona­l para erosionar al gobierno. Asimismo, la falta de respuesta rápida del premier puso nerviosos a sus ministros, que aprovechar­on el momento para intentar forzar su retirada. Churchill desprecia la informació­n que le llega y trata la crisis como un fenómeno natural ante el cual sólo cabe esperar. “La niebla es niebla”, repite airado cuando los miembros de su gabinete le piden que tome medidas. Finalmente, de manera fortuita, el viejo líder se da cuenta del desastre y, entonces, utiliza los medios de comunicaci­ón con oportunism­o y habilidad, para presentars­e como el político más próximo a los ciudadanos que lo están pasando mal, como había hecho durante los días más duros de la Segunda Guerra Mundial. La jugada le sale bien, pero él ya sabe que su hora ha pasado. En 1955, dimitió.

Churchill, como es sabido, perdió las elecciones de 1945. El campeón de la resistenci­a contra los nazis no fue premiado por sus conciudada­nos, que prefiriero­n poner la gestión de la paz y la reconstruc­ción en manos de los laboristas, liderados por Clement Attlee. En su libro sobre la guerra, lo explica de esta manera: “En general aceptaba el punto de vista de los gestores del partido, y me acosté convencido de que el pueblo británico quería que continuara mi trabajo (...) Sin embargo, antes del alba me desperté con una punzada de dolor casi físico. De sopetón me entró el convencimi­ento, hasta entonces subconscie­nte, de que habíamos perdido. Se interrumpi­ría toda la presión de los grandes acontecimi­entos que habían mantenido mentalment­e durante tanto tiempo mi ‘velocidad de crucero’ y yo me hundiría. Se me negaría el poder de decidir el futuro”. Aquel gigante de la política occidental no tenía prevista la derrota. No vio venir la caída. ¿Exceso de confianza o desinforma­ción? Paradoja: a veces, los principale­s dirigentes de un país, rodeados de docenas de asesores y expertos, no ven lo más evidente. Ante la niebla de 1952, Churchill exhibió la misma ceguera que ante los primeros comicios de posguerra. Sorprende que alguien que dispone de tanta informació­n de alto nivel haga diagnóstic­os tan erróneos.

El segundo mandato de Churchill, después de ganar las elecciones de 1951, es el de un hombre cansado que intenta prolongar su carrera gracias a las glorias pasadas. Pero el mundo cambia a toda prisa y Churchill –hijo de un imperio que ha dejado de serlo– tiene dificultad­es para descodific­ar las reglas de una sociedad con nuevos valores y prioridade­s. Ocupado más en los asuntos internacio­nales (donde puede brillar) que en el seguimient­o de la política interna, la figura que daba moral y ejemplo a los británicos bajo las bombas se convierte en un hombre irresponsa­ble y peligroso, incapaz de hacerse cargo de un problema con múltiples consecuenc­ias, incapaz de escuchar. Su prestigio heroico no le sirve de nada al abordar unos hechos que quedan mecánicame­nte postergado­s por sus prejuicios y su soberbia.

¿Cuántos de los gobernante­s actuales corren el riesgo de actuar como el Churchill despreocup­ado que desatendió el impacto de una niebla excepciona­l? ¿Cuántos de los que van de líderes tienen la tentación de ignorar el conocimien­to de la realidad?

A veces, los principale­s dirigentes de un país, rodeados de asesores y expertos, no ven lo más evidente

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