Retrato de Bachelard
Es un señor de pelos algodonosos, que recuerdan un poco a los de Albert Einstein, y barba patriarcal
En el mundo de hoy, dominado por la imagen, antes de leer una línea de un escritor ya sabes qué cara tiene, porque lo has visto media docena de veces entre la solapa de los libros, en las entrevistas en el periódico y en internet. Veinte años atrás a algunos de los autores que admirabas no los habías visto nunca, porqué circulaban poquísimas fotografías de ellos, en el supuesto que circulara alguna. Estos días he estado releyendo a uno de estos escritores, Gaston Bachelard, autor de un libro famosísimo, La psychanalyse du feu, de 1938, y de una cola de cuatro libros más sobre el agua, el aire y la
tierra (de la tierra hay dos: La terre et les rêveries du repos, La terre et les rêveries de la
volonté). Son libros sobre la imaginación de
la materia: toman como punto de partida a los autores románticos y posrománticos, Bachelard les aplica ideas y conceptos de la psicoanálisis, pero como más que crítico o psicoanalista es escritor –un gran escritor– el resultado es de una riqueza luminosa.
Tonteando por internet me lo encuentro de cara. Es un señor de pelos algodonosos, que recuerdan un poco a los de Albert Einstein. Pero en lugar de un bigotito luce una barba patriarcal de místico o de pintor impresionista. En una de las fotografías aparece de cuerpo entero, arrastrando el abrigo desabrochado. Bachelard, que nació en 1884, representa una época de críticos humanistas, consumidos en el fuego de su pasión. Debía levantarse por la mañana con la idea fija de escribir sobre el complejo de Prometeo, la caída imaginaria o la voluntad incisiva y las materias duras y no debía tener tiempo ni de peinarse la barba. Qué bueno es Bachelard. En L’eau et les
rêves he encontrado una imagen formidable. Habla de la búsqueda de la pureza y reúne varios ejemplos de la tradición folclórica y literaria sobre castigos a los que ensucian las fuentes. Cita a Hesiodo, cuando advierte de no orinar en el nacimiento de los ríos o cuando prohibe mear de pie de cara al sol para no mancillar la luz. Habla del agua pura y dice –siguiendo a Novalis y a Renan– que el agua más pura es aquella en la que se ha disuelto a una jovencita. “Si quiere agua inmaculada, procure fundir vírgenes en ella. Si quiere los mares de Melanesia, disuelva en el agua unas negras”. Toda la tradición de hadas y mujeres de agua que se aparecen a caballeros y pastores y los seducen entre cascadas cristalinas o en el bosquecillo de al lado, sobre un lecho de hierba tierna, todos los poemas de Verdaguer, los dibujos de Alexandre de Riquer y Apel·les Mestres, los cantos de las hadas del Gorg Negre en Gualba, la de mil
veus de Eugeni d’Ors. Todas aquellas hadas, bonitas pero un poco reblandecidas por el baño, blancuzcas, con tacto de delfín... ¡Cuando era todo mucho más fácil! El agua pura ya lleva incorporada un hada, que se ha diluido, lánguida, como un azucarillo. Cuando pueda volver al Salt de la dona d’aigua o al Gorg negre, me descalzaré, meteré los pies en el agua (con permiso de Hesiodo), pasaré la mano por la superficie y cuando me disponga a marcharme, pondré morritos y tiraré un beso al aire: ¡adiós maja!