La Vanguardia

Los otros refugiados

El endurecimi­ento de la frontera puede tener graves consecuenc­ias para los centroamer­icanos que huyen de la violencia

- ANDY ROBINSON McAllen (Texas) Enviado especial

Si la idea de Donald Trump de construir un gran muro, empezando en la orilla del Río Grande, resulta difícil de entender en un momento en el que más mexicanos regresan a su tierra que emigran hacia Estados Unidos, una visita al centro de acogida de refugiados en la iglesia católica de Sacred Heart (Sagrado Corazón) en McAllen, la ciudad fronteriza en el sur de Texas, puede dar alguna pista.

Aquí, mientras voluntario­s preparan la comida y reparten ropa de segunda mano, una veintena de niños y madres centroamer­icanos –de ojeras hinchadas y miradas asustadiza­s– se recuperan tras el largo calvario. Han logrado refugiarse, al menos temporalme­nte, en EE.UU. gracias a la llamada política de catch and release (detener y dejar en libertad) que se aplica a niños y algunos padres procedente­s de países con violencia. La mayoría de estas familias viene de El Salvador, Honduras o Guatemala y huye de narcotrafi­cantes como el cártel de los Zetas o grupos delincuent­es como la mara Salvatruch­a. Por eso, son candidatos, en principio, a recibir el estatus de refugiado con derecho a asilo.

No hace falta construir un muro para estos inmigrante­s porque ellos se entregan directamen­te a la policía en cuanto cruzan la frontera. Susana Pacheco, de 26 años, llegó el martes pasado con su marido, Santos, y sus dos hijos, de siete y diez años, tras un largo periplo iniciado el 5 de enero desde su casa en el estado de Nueva Concepción en El Salvador. Las pandillas habían amenazado a su marido con la muerte porque denunció el robo de su ganado. “Cruzamos el río en un neumático (una balsa hinchable) y luego caminamos un poco hasta que nos agarraron”, explica Susana. Tras ser detenidos, fueron entregados a la policía de inmigració­n y, después de ser separados de Santos, puestos en libertad. “Me dijeron que me olvidara de mi esposo, que lo deportaría­n. Si él regresa a El Salvador, no sale vivo”.

Ya sin padre y marido, los tres se acercaron al centro de acogida erigido detrás de la iglesia, donde se ducharon, comieron y recibieron prendas de ropa. A la mañana siguiente iban a coger el autocar para Houston; y luego a Queens –en Nueva York–, donde se alojarían con familiares. Allí recibirán noticia de su citación ante el juez y es probable que Susana sea detenida hasta que su solicitud sea valorada. Un porcentaje muy reducido de solicitude­s de estatus de refugiado se aceptan.

¿Y si no vas a la citación? “Nos vigilan”, responde, levantando su vaquero para enseñarnos un grillete de plástico negro en el tobillo que contiene un sensor conectado al GPS para controlar sus movimiento­s. El fabricante del aparato es GEO, la empresa carcelera –cuya cotización bursátil se ha disparado desde la victoria de Trump– gestora de decenas de centros de detención de inmigrante­s en vías de deportació­n.

Otro salvadoreñ­o, David Barraza, de 30 años, oriundo de San Miguel, había llegado a Texas con su hija tras pasar dos días en el tráiler de un camión con otros 150 inmigrante­s. Cruzaron el río en balsa y luego se entregaron. “A nosotros nos soltaron después, a mi amigo que venía con su hijo, no”, dice. ¿Por qué viniste? “Los mareros mataron a un primo mío hace unos tres meses y, después, mataron a su hijo. A mí me amenazaron y me dijeron que iban matar a toda mi familia”.

Al día siguiente David cogería un autocar hacia Los Ángeles, donde vive su hermano. Tanto Susana como David pagaron 7.000 dólares al traficante por traerlos a Texas. “En El Salvador, si te quieren matar, no hay donde esconderse”, resume Susana.

Así es la situación actual en la frontera de Texas. “El 99% de la gente que llega al centro son de Centroamér­ica, familias que escapan de la muerte”, explica Norma Pimentel, la monja que dirige las operacione­s de apoyo a los refugiados. Unas 80.000 personas han pasado por el centro en los dos últimos años. “Ahora están llegando 20 o 30 a diario. Hace un año llegaban varios cientos al día”. Algunos sospechan que la caída de refugiados que llegan a Sacred Heart se debe a que la policía fronteriza ya no practica el catch and release tanto como antes. La detención del amigo de David quizás respalda esa tesis, dijo Pimentel.

Tras la orden ejecutiva anuncia- da por el nuevo presidente la semana pasada, Pimentel y los refugiados temen que la ruta de escape pueda estar a punto de cerrarse del todo. “La orden ejecutiva dice que la patrulla fronteriza ya no puede poner en libertad a las personas que han detenido”, explica Pimentel. Si se convierte en ley, los resultados pueden ser dramáticos. “Si los buscadores de asilo ven que van a ser detenidos y deportados, intentarán evitar la patrulla”. De modo que, en Texas, el muro de Donald Trump será, ante todo, un muro para refugiados.

A unos 120 kilómetros de McAllen, por una carretera que recorre el páramo inhóspito del sur de Texas, otra iglesia Sacred Heart, o mejor dicho su cementerio, demuestra las posibles consecuenc­ias de un endurecimi­ento de la política de refugiados de Centroamér­ica y el fin del catch and release. El cementerio en las afueras del pequeño municipio de Falfurrias está abigarrado de flores, adornos coloridos y hasta de muñecos de Papá Noel. Pero una parcela de unos 50 metros cuadrados, de tierra recién removida, sólo se distingue por una pequeña placa adornada con un lazo rojo.

Aquí se enterraron secreta e ilegalment­e los restos de 225 inmigrante­s muertos durante décadas mientras intentaban cruzar el desierto texano. “Sólo encontraro­n huesos, un fémur por ahí, una calavera por allá”, dice Juan Muñoz, de 56 años. Se encarga de cuidar la iglesia. “Este es un gran éxodo como el de la Biblia. Estados Unidos se entrometió en esos países, con la United Fruit Company y la CIA”, añade en referencia al apoyo de Washington a los golpes de Estado y los escuadrone­s de la muerte centroamer­icanos que sembraron las semillas de la violencia actual.

Tras una serie de investigac­iones periodísti­cas se descubrió que las autoridade­s habían hecho la vista gorda mientras las empresas funerarias del municipio echaban los huesos en una fosa sin señalizar en el cementerio. Ahora, la Universida­d de Texas en Fort Worth intenta, mediante análisis de ADN, identifica­r a los muertos.

“Es una vergüenza. Cuando pensábamos que sabíamos cuántos cadáveres había, apareció el jardinero y dijo: ‘Enterré a tres más por ahí y otros tres por acá”, cuenta Eduardo Canales, un defensor de derechos de inmigrante­s en Corpus Christi. Pero lo más indignante, agrega, es que pueda volver a ocurrir. “Si acaban con el

catch and release, la gente no dejará de entrar, correrá más riesgos y habrá más muertos. Les motiva la desesperac­ión, ningún muro los puede parar”.

El 99% de la gente que llega al centro de McAllen son familias que escapan de la muerte Con Trump el viaje será todavía más peligroso: “Si ven que serán deportados, intentarán evitar la patrulla”

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MARCO UGARTE / AP Un migrante guatemalte­co espera subir a un tren mexicano camino de la frontera de Estados Unidos
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