El inicio de la revuelta
Ver a un expresidente de la Generalitat sentado en el banquillo impresiona. Si además se le juzga por una decisión política, es desconcertante. Lo debió de ser incluso para Artur Mas. Acostumbrado durante años a que nadie le interrumpa, encajó con estupor la reconvención del presidente del tribunal, que le conminó a responder y no discursear. Mas deambuló entre dos papeles: el del acusado que se resiste a ser inhabilitado porque desea seguir en política y el del personaje que anhela pasar a la historia como un héroe. Lástima que ambas cosas sean incompatibles.
Al expresident se le vio a gusto arropado por la gente. Se relajó su gesto adusto. Incluso quiso tocar a los manifestantes. Aquel político novel sin carisma al que sus rivales describían como un robot es hoy un líder que se refocila con los baños de masas.
La movilización de ayer fue concebida por Mas como el pistoletazo de salida de la “revuelta permanente” en la que culminará el proceso cuando Puigdemont impulse el referéndum unilateral y Rajoy trate de impedirlo. ¿Se pasó la prueba? Pues depende. Hubo mucha gente para apoyar a un político, pero muy poca para desafiar a un Estado.
Quizá la protesta de ayer no fue un termómetro fiable. Las decenas de miles pueden convertirse en centenares de miles si se cambia el nombre de Mas por el de Carme Forcadell o si Rajoy comete errores muy graves. Aun así, eso no garantizaría que se moviera nada en Madrid.
Hubo mucha gente si se trataba de apoyar a un político, pero muy poca para desafiar a un Estado