Gobierno y oposición se unen para rechazar todas las enmiendas al Brexit
Los Comunes descartan el reconocimiento del estatus de los ciudadanos de la UE
¿Que el Parlamento juegue un papel clave en la negociación del divorcio de Europa? Ni pensarlo. ¿Que haya un segundo referéndum? Ni hablar. ¿Que Londres garantice los derechos de los más de tres millones de ciudadanos europeos residentes en el Reino Unido? Todavía no es el momento. ¿Permanecer en la Agencia Europea de Energía Atómica? Ni soñarlo. El Brexit es lo que diga Theresa May. O lo tomas o lo dejas, como las lentejas.
La ley de desconexión superó ayer (por 494 a 122 votos) su segundo trámite legislativo, en su carrera de 400 metros vallas hacia la invocación del artículo 50 del Tratado de Lisboa, la notificación oficial de Gran Bretaña de que se va, y el comienzo inmediato del periodo de dos años (si no hay prórrogas) para llegar a un acuerdo de división de bienes y una nueva relación comercial. Y lo hizo casi por aclamación, con el Gobierno conservador y el grueso de la oposición laborista cogidos de la mano como una pareja de enamorados en una playa de Hawái, unidos en la salud (por el momento la economía se defiende) y en la enfermedad (que todo llegará). Si alguien tiene algo que decir contra este santo matrimonio, que hable ahora, dijo el speaker de la Cámara, John Bercow, el mismo que se opone a la visita oficial de Donald Trump. Únicamente 33 valientes se atrevieron a votar por la celebración de un segundo referéndum, y la enmienda para reconocer el estatus de los ciudadanos de la UE fue rechazada por 332 a 290 votos. Sólo alzaron su voz contra el diktat del Gobierno los sospechosos habituales (SNP, liberales...) y una quinta parte del Labour, en abierta rebelión contra el liderazgo (por llamarlo de alguna manera) de Jeremy Corbyn, obligado a desmentir los rumores de una posible dimisión.
Theresa May quiere tenerlo todo atado y bien atado, y la única concesión que ha hecho en los tres días de debate de las enmiendas es conceder a los Comunes un voto sobre el conjunto del paquete que la admi- nistración acuerde con Bruselas (si es que llegue a un acuerdo), sin posibilidad de modificarlo y antes de que se vote en el Parlamento Europeo. Es decir, que o bien lo refrenda y el Brexit se lleva a cabo en esos términos, o bien lo rechaza, y también hay Brexit pero el Reino Unido se queda sin ningún tipo de acuerdo comercial con la UE, y pasa a regirse por las normas de la Organización Mundial del Comercio (OMC), algo que costaría a Gran Bretaña unos 11.000 millones de euros anuales en concepto de tarifas y aranceles.
La diputada laborista Angela Eagle preguntó a May si está dispuesta a publicar una estimación de las ventajas y desventajas de abandonar el mercado único y la unión aduanera, y que Londres negocie bilateralmente sus propios acuerdos bajo los parámetros de la OMC. Pero la primera ministra, que esquiva las cuestiones espinosas con la misma habilidad que Messi las entradas de los rivales, se limitó a insistir en que buscará “el mejor convenio posible con Bruselas para importar y exportar de la manera más libre posible”, y dijo que es optimista de lograrlo “porque es algo que nos interesa a todos por igual”.
Con la promesa de ese voto “sí o no” al final del camino, por poco sustantivo que sea, May consiguió evitar un conato de motín en las filas conservadoras (donde hay también su dosis de eurófilos que van de vacaciones a la Provenza, el Empordà y la Toscana), y hasta engatusó a seis diputados del Labour para que se pasaran a su bando en vez de abstenerse en el tema, hurgando más aún en las heridas de Corbyn, que ha visto como un tercio de su gabinete en la sombra le planta cara, y no sabe si cesar a los rebeldes o conformarse son sacarles tarjeta amarilla.
El Brexit hace ampollas y genera tensiones que ni una sesión matinal de meditación y yoga en Westminster sería capaz de mitigar. La conservadora Claire Perry irritó sobremanera a sus colegas al decir que “hay brexistas que parecen yihadistas, nada es suficiente para ellos a la hora de romper con Europa”. Tal vez se le fue un poco la mano. Pero las tendencias autoritarias que antes se asociaban con regímenes africanos, asiáticos o latinoamericanos están en boga no sólo a orillas del Neva y del Ganges, sino también del Potomac, y del Támesis, por lo menos en lo que al Brexit se refiere. Theresa May quiere llevar las riendas, sin controles ni limitación de poderes. O lo tomas o lo dejas.