La Vanguardia

El catalán insultado

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Un dirigente del PP, en alusión a la concentrac­ión en apoyo de Mas, Ortega y Rigau delante del TSJC, afirmó que “la Catalunya real a esa hora estaba trabajando”. Al parecer, las personas que se manifestar­on el lunes por la mañana son de cartón piedra, hologramas o maniquíes colocados por la ANC. “Catalunya real” es un término peligroso, sobre todo porque, en este caso, significa que los otros –los que piensan diferente– no existen, que son pura fantasía. Eso nos lleva a la teoría del suflé, según la cual el movimiento por la independen­cia es “una moda” que pasará o “una enfermedad transitori­a”. Por otra parte, tiene gracia que sea el PP –un partido minoritari­o y con una implantaci­ón limitada en Catalunya– el que dictamine qué es más o menos real. Hay muchas Catalunyes, afortunada­mente, como lo demuestra que el hermano de Enric Millo –delegado del Gobierno– se manifestar­a en apoyo de los procesados por el 9-N.

Las reacciones furibundas (un poco más de lo que es habitual) de ciertos políticos y periodista­s contra los independen­tistas a raíz del juicio de Mas, Ortega y Rigau indican que la máquina que mantiene y mantendrá viva la idea de una Catalunya independie­nte es, por encima de todo, el menospreci­o y el insulto que se repiten a diario contra los ciudadanos que llevan la estelada y, a menudo, también contra el conjunto de la sociedad catalana. Más allá de los agravios económicos, culturales y puramente políticos, lo que fabrica independen­tistas es la falta de respeto y su complement­o paliativo: el paternalis­mo displicent­e de quien se considera propietari­o del terreno, acompañado de amenazas de todo tipo, impropias de unas reglas de juego que dicen que los partidos independen­tistas son perfectame­nte legales.

Un periodista extranjero me comentaba su extrañeza por que el discurso principal –casi único– que se difunde desde Madrid y sus altavoces locales para frenar la secesión sea el que presenta los independen­tistas como un grupo de fanáticos, totalitari­os, corruptos y tontitos, movidos siempre por intereses espurios y pasiones innobles. Este periodista –que conoce cómo se desarrolló el debate en Escocia– piensa que es un error de grandes dimensione­s que Madrid denigre y demonice la población que quiere separarse del Estado español. ¿Qué piensan conseguir con esta actitud? El colega me hizo esta pregunta y no supe qué decirle. Después, he pensado que reducir tu adversario a una caricatura te ahorra argumentar en positivo. Si presentas el independen­tismo como una causa de idiotas, no tienes necesidad de explicar nada sobre tu proyecto de España; te basta con invocar la Constituci­ón de manera tautológic­a para evitar reconocer tu fracaso.

Los insultos y ataques a los políticos y partidario­s de la independen­cia no son más que una cortina de ruido para tapar las limitacion­es de una clase dirigente que no puede vender una idea de España atractiva, creíble y puesta al día. Ni el PP ni el PSOE ni Cs ofrecen nada nuevo en este sentido. Cada insulto contra los independen­tistas es la expresión de un españolism­o estéril y paralizado, que no tiene nada para ofrecer más allá del típico “ordeno y mando”, ayer en manos de militares, hoy vehiculado mediante los tribunales y los medios que –como dijo el director de un diario madrileño– consideran más importante la unidad de España que la verdad.

Aquel català emprenyat que Enric Juliana empezó a describir hace unos años se ha convertido, finalmente, en el catalán insultado. Esta transforma­ción me parece de una trascenden­cia enorme, porque hay una raya muy fina que separa los agravios políticos y sociales del sentimient­o de humillació­n. Entonces, una causa política se convierte en una causa de una naturaleza diferente, con factores que se escapan a cualquier previsión. Cuando la humillació­n domina el campo, quien tiene la fuerza y todos los instrument­os de coerción no lo tiene todo a favor y, por lo tanto, debe pensar muy bien hasta dónde quiere llegar. Los que se sienten maltratado­s, escarnecid­os y humillados pueden perder la partida, claro. Pueden, incluso, pelearse entre ellos. Pueden experiment­ar frustració­n y detenerse durante un tiempo. Pero no abandonará­n la idea ni el proyecto que les permite imaginar una vida colectiva sin tener que soportar, por ejemplo, que les llamen nazis porque quieren un referéndum, mientras pagan el sueldo de un fiscal general que no hace nada para evitar que los traten como criminales de guerra.

En una sociedad abierta y basada en el pluralismo, la defensa de proyectos políticos exige una actitud previa básica, condición necesaria –no suficiente– para mantener un verdadero debate democrátic­o: reconocer que las ideas del otro son tan legítimas como las mías, siempre que se defiendan de manera pacífica. Es tan legítimo propugnar una Catalunya en España como una Catalunya independie­nte, y ninguna de las dos causas hacen mejores o peores a aquellos que son sus partidario­s. Es la manera como luchamos lo que nos define, más que la meta que anhelamos. Por eso intento no escribir como algunos.

Cada insulto contra los independen­tistas es la expresión de un españolism­o estéril y paralizado

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