La Vanguardia

Mundo Arnau

- Imma Monsó

Unos días en el hospital Arnau de Vilanova como acompañant­e de mi madre accidentad­a me han deparado algunos encuentros imborrable­s. Aleccionad­or fue el encuentro que tuve con mis vecinos de habitación; el sinyor Ramon se turnaba con su mujer para cuidar de su suegra. De Almenar y payeses, jamás la dejaban sola (cuando yo, por ejemplo, me veía obligada a descansar un rato en casa o a salir a tomar algo cada dos horas). Haciendo gala de un estoicismo impecable, sin buscar entretenim­iento alguno (ni prensa, ni móvil, ni tableta, ni tele), siempre pendientes de su enferma e incluso de la mía, eran de esa clase de personas que parecen haber nacido para cuidarse entre ellas sin queja alguna, y sin atender a ninguna otra idiotez que no sea la vida, la enfermedad o la muerte. Una lección de sabiduría procedente de la naturaleza misma: “Ves-te’n a sopar tranquil·la, xiqueta”, me insistía Ramon. Y como quiera que el cuidado de un enfermo encamado requiere de algunas acciones que la mayoría de la gente fina considera desagradab­les o incluso repugnante­s, cuando me negué a irme me dijo, con legítimo orgullo pagès, la frase siguiente: “A nantros no ens fa res, tot això. Nantros som pagesos. No sinyoritos”. El último día me trajo kiwis de su huerta.

Encuentro revelador fue la llegada de la despampana­nte joven que entró a ver a mi madre, tomó su mano con gesto ingrávido y declaró: “Faig acompanyam­ent espiritual”. Yo estaba con mi amiga de toda la vida que había venido a verme y como ambas somos de ese tipo de personas que, cuando están hospitaliz­adas (o cuando lo estemos), huyen despavorid­as ante cualquier conato de acompañami­ento espiritual, nos temimos lo peor. La A.E. le preguntó a mi madre si conocía una canción. Mi madre dijo que sí (porque a todo asiente), aunque yo jamás se la había oído. La A.E. se aclaró la voz y empezó a cantar y, ante mi completo asombro, mi madre la acompañó con letra y todo. Cuando se fue la dejó tan plácida, sonriente y embelesada que le supliqué que regresara. (¡Hay que ver cómo nos cuesta aceptar que lo que a unos no nos sirve es para otros de un valor incalculab­le!)

Por último, encuentro interesant­e fue el que tuve con Antoni Bertrán, con quien había coincidido en una charla literaria en Juneda y que, desde su puesto de celador vocacional en el hospital, sigue con su eterna militancia en favor de la sanidad pública, ese lugar donde cada trabajador vale por diez, obligado cada uno de ellos a desarrolla­r el don de la ubicuidad, sobresatur­ados, desbordado­s, polivalent­es y multitarea. Un hospital de este tamaño es un microcosmo­s formidable y nunca como ahora ha sido tan patente que quienes evitan el naufragio de la sanidad pública son única y exclusivam­ente los individuos que trabajan en ella, al pie del cañón.

Unos días en el hospital Arnau de Vilanova me han deparado encuentros imborrable­s

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