La guerra y el hambre
El hambre fue sin duda lo que más padeció la población a todo lo largo de la guerra incivil. Al poco de haber estallado, lo primero que se impuso fueron las colas. Al principio, eran colas para obtener pan, aceite o azúcar; después, eran unas colas para cualquier artículo y muchísimo más largas. Todo estaba racionado, lo que había propiciado el afloramiento y extensión del mercado negro. Tanto había empeorado la situación, que, si podían, no pocos eran los que preferían salir a comprar en aquellos pueblos que estuviesen bien comunicados.
La plaza Catalunya se quedó, claro, sin palomas; y los gatos iban muy buscados.
En los intentos de paliar espontáneamente tan dramático panorama, se intentaba con el máximo de buena fe y dedicación convertir el terrado en un criadero de gallinas y conejos. Entonces surgía otro problema que desesperaba: darles de comer. La recolecta de toda suerte de yerbas no resultaba tan fácil como algunos se lo prometían. Alimentar a los pollos con salvado o pan seco remojado fue posible al principio, aunque no se tardó en ofrecerles lo que quedaba entre la basura, como hojas, piel de patata o lo que fuera.
Ciertos espacios fueron convertidos en huertos: patios de escuela, jardines de torres, parterres o solares. Con tales improvisados sembrados se anhelaba algún día poder pasar a recolectar cuatro judías, unas pocas zanahorias y alguna que otra col.
Si se tenía el acierto de tener algo que llevar a la boca, se planteaba entonces otro problema en la fase subsiguiente, provocado por la práctica desaparición del carbón de encina; los que disponían de electricidad o gas podían seguir, pues estos dos suministros no se echaron en falta, pero los no pocos que carecían de carbón y de gas no tenían más remedio que salir en busca de ramas, fueran del arbolado callejero, de jardines y parques o, en el peor de los casos, remontar la ladera de Collserola para esquilmarlo todo, con el fin de también calentarse durante unos meses gélidos.
En la embocadura de 1937, fue desencadenada con más ímpetu que acierto la campaña de lo que se dio en llamar la batalla de l’ou, con el fin de que cada balcón se consiguiera así transformar en gallinero. Lo más que se conseguía era que aquellos pobres animales actuaran de irritante despertador al alba.
Aquel terrible régimen alimentario provocaba que costara controlar unas ventosidades crecientes: follones y pedos escapaban por doquier, y eran el hazmerreír.
La población sufría al final una delgadez extrema, que había afectado con patetismo mayor a los que habían sido obesos. Me confesó mi admirado Juan Ramón Masoliver que al reencontrar a su madre en 1939, no la reconoció: había perdido treinta kilos.
Joan de Déu Domènech y Manuel Dargallo lo evocaron con maestría en sus libros.
No pocos terrados fueron entonces convertidos en un criadero de conejos y gallinas