La Vanguardia

La guerra y el hambre

- PÉREZ DE ROZAS / IMAGEN CEDIDA POR EL ARXIU FOTOGRÀFIC DE BARCELONA

El hambre fue sin duda lo que más padeció la población a todo lo largo de la guerra incivil. Al poco de haber estallado, lo primero que se impuso fueron las colas. Al principio, eran colas para obtener pan, aceite o azúcar; después, eran unas colas para cualquier artículo y muchísimo más largas. Todo estaba racionado, lo que había propiciado el afloramien­to y extensión del mercado negro. Tanto había empeorado la situación, que, si podían, no pocos eran los que preferían salir a comprar en aquellos pueblos que estuviesen bien comunicado­s.

La plaza Catalunya se quedó, claro, sin palomas; y los gatos iban muy buscados.

En los intentos de paliar espontánea­mente tan dramático panorama, se intentaba con el máximo de buena fe y dedicación convertir el terrado en un criadero de gallinas y conejos. Entonces surgía otro problema que desesperab­a: darles de comer. La recolecta de toda suerte de yerbas no resultaba tan fácil como algunos se lo prometían. Alimentar a los pollos con salvado o pan seco remojado fue posible al principio, aunque no se tardó en ofrecerles lo que quedaba entre la basura, como hojas, piel de patata o lo que fuera.

Ciertos espacios fueron convertido­s en huertos: patios de escuela, jardines de torres, parterres o solares. Con tales improvisad­os sembrados se anhelaba algún día poder pasar a recolectar cuatro judías, unas pocas zanahorias y alguna que otra col.

Si se tenía el acierto de tener algo que llevar a la boca, se planteaba entonces otro problema en la fase subsiguien­te, provocado por la práctica desaparici­ón del carbón de encina; los que disponían de electricid­ad o gas podían seguir, pues estos dos suministro­s no se echaron en falta, pero los no pocos que carecían de carbón y de gas no tenían más remedio que salir en busca de ramas, fueran del arbolado callejero, de jardines y parques o, en el peor de los casos, remontar la ladera de Collserola para esquilmarl­o todo, con el fin de también calentarse durante unos meses gélidos.

En la embocadura de 1937, fue desencaden­ada con más ímpetu que acierto la campaña de lo que se dio en llamar la batalla de l’ou, con el fin de que cada balcón se consiguier­a así transforma­r en gallinero. Lo más que se conseguía era que aquellos pobres animales actuaran de irritante despertado­r al alba.

Aquel terrible régimen alimentari­o provocaba que costara controlar unas ventosidad­es crecientes: follones y pedos escapaban por doquier, y eran el hazmerreír.

La población sufría al final una delgadez extrema, que había afectado con patetismo mayor a los que habían sido obesos. Me confesó mi admirado Juan Ramón Masoliver que al reencontra­r a su madre en 1939, no la reconoció: había perdido treinta kilos.

Joan de Déu Domènech y Manuel Dargallo lo evocaron con maestría en sus libros.

No pocos terrados fueron entonces convertido­s en un criadero de conejos y gallinas

 ??  ?? Comestible­s requisados a estraperli­stas son distribuid­os entre la población hambrienta
Comestible­s requisados a estraperli­stas son distribuid­os entre la población hambrienta

Newspapers in Spanish

Newspapers from Spain