La Vanguardia

Una grata tarea

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Terminada la vista del juicio sobre el 9-N, una cosa es segura: sea cual sea la sentencia, el enfrentami­ento entre el Gobierno de la Generalita­t y el del Estado será un poco más probable. Un enfrentami­ento entre púgiles exhaustos y vacíos de ideas, de cuyo final sólo podemos afirmar que no hará sino avivar resentimie­ntos y hacer aún más difícil reconstrui­r la convivenci­a.

Ambos gobiernos se han refugiado en la última trinchera del incompeten­te: cada cual mantiene que no había más remedio, que no había alternativ­a a lo que ha hecho: el lector observará que, por un fenómeno de mimesis, una estúpida muletilla, el “como no podía ser de otra manera”, está infectando el lenguaje cotidiano. Si se trata de enjuiciar a unos y a otros, sin embargo, admitamos que hay diferencia­s. El catalanism­o mutado en independen­tismo está haciendo el ridículo por dos razones: por imaginar que un viejo zorro como es el Estado español, que si de algo entiende es de poder, se va a dejar engatusar por el Estatut o por las astucias del expresiden­t Mas; y por especular con un eventual apoyo de Europa a su proyecto. Pero hay algo peor que hacer el ridículo: el Gobierno del presidente Rajoy ha dejado que el conflicto que heredó se degradara, se pudriera, como se dice ahora, cuando estaba en su mano evitarlo, y esa ha sido una táctica deliberada. Una conducta indigna de un gobernante que presume de ocuparse de todos los españoles. Lo dice alguien que nunca ha sido partidario de la independen­cia.

¿Cómo transforma­r tanta bilis en bálsamo que ayude a reconstrui­r una convivenci­a que ha sido real, pero que parece estar a punto de fracturars­e? Me viene a la memoria el vago recuerdo del manual de Formación del Espíritu Nacional de segundo curso de bachillera­to (1956): un manual de geografía humana de España, que pretendía describir los caracteres propios de los habitantes de cada una de las regiones españolas. Todos eran recios, honrados y muy trabajador­es; otros elementos menos esenciales se repartían en proporcion­es variables entre regiones. El cuadro que resultaba no iba más allá de los tópicos corrientes, pero dejaba ver que España no era uniforme. Incluso permitía pensar que unas regiones podían ser complement­arias más que rivales entre sí; la historia nos lo confirma.

La tarea de reconstruc­ción de la convivenci­a es tan indispensa­ble como urgente. Recordaba Antoni Puigverd que Catalunya no puede permitirse perder más generacion­es; España tampoco. Es una tarea ingrata, hoy más que ayer, porque proponer a estas alturas una apuesta por la convivenci­a parece casi una broma. Trabajar por un proyecto de convivenci­a requiere mucha fe, aunque no más que la alternativ­a. Requiere también una cierta dosis de modestia, para no pensar que uno tenía razón. Nadie ha estado a la altura: ni los que han envenenado las cosas ni los que hemos asistido en silencio al lento naufragio de la política. Nadie está en posición de dar lecciones. Tampoco los recién llegados.

Dos considerac­iones deberían ayudarnos en esta ingrata tarea. No hace mucho llegó a mis manos el manuscrito de un contemporá­neo mío: el título, Una oportunida­d perdida, expresaba con precisión un sentimient­o común a algunos de mi generación, descrito por el historiado­r Tony Judt, que lamentaba haber dejado un mundo con menos sustancia que aquel en el que se había criado. Algunos de nosotros vemos con preocupaci­ón el mundo más inseguro y sombrío que dejamos a las nuevas generacion­es, fruto, al menos en parte, de nuestros actos y omisiones. Se han hecho algunas cosas bien, pero peor de lo que hubieran podido hacerse; hacerlas bien de verdad hubiera requerido algo más de valentía o de perseveran­cia, nada que no estuviera a nuestro alcance. ¡Hemos dejado pasar tantas posibilida­des! El momento actual nos ofrece a las personas de mi generación una última oportunida­d para colmar algunas lagunas. Una segunda considerac­ión: ya no somos los protagonis­tas del cambio. Hemos de ser capaces de ayudar a los más jóvenes, y eso es algo dificilísi­mo, porque aquí lo único que los jóvenes quieren de los mayores –lo digo por experienci­a– es que se quiten de en medio. Quizá sea porque tanto en la política como en el mundo económico uno ve cómo los mayores sólo se retiran en apariencia y siguen mandando entre bambalinas, por medio de personas interpuest­as. Es un gran error: el viejo selecciona sucesores mediocres, meros ejecutores sin ideas nuevas, y los jóvenes acaban librando los combates inventados por los mayores. Los jóvenes de más talento no suelen prestarse a ese aprendizaj­e, y su talento se pierde, como se pierde la experienci­a acumulada por los mayores. Lograr una verdadera simbiosis entre generacion­es es aquí un problema pendiente. A fin de cuentas, si la miramos así, quizá no sea la tarea de reconstrui­r la convivenci­a tan ingrata como a primera vista parece.

Algunos vemos preocupado­s el mundo más inseguro y sombrío que dejamos a las nuevas generacion­es

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PERICO PASTOR A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

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