La Vanguardia

El ocaso del papel

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Francesc-Marc Álvaro analiza el declive de la influencia política de la prensa: “Hay políticos que todavía piensan que salir en la portada de un diario de gran circulació­n (o encontrars­e un editorial favorable mientras desayunan) es la llave mágica que abre la puerta del poder. Se engañan, aunque a nadie desagrada recibir caricias, vengan de donde vengan. La influencia ha dejado de ser una materia sagrada en manos de unos pocos y se ha convertido en un producto menos solemne y más horizontal y fluido”.

Pobre Errejón! Lo intentó y no pudo ser. Al ver su derrota ante Pablo Iglesias, durante el pasado fin de semana en Vistalegre II, pensé que el dirigente con aspecto de primero de la clase había llegado tarde. Pedro Vallín, en su crónica de la segunda asamblea ciudadana estatal de Podemos, lo consignó muy bien: “De esta asamblea aún puede extraerse otra conclusión que merece un análisis más exhaustivo para dilucidar su significad­o y alcance: como ocurrió en las elecciones estadounid­enses, en el referéndum del Brexit, en el plan de paz en Colombia, en la operación contra la dirección del PSOE o en las primarias socialista­s francesas, en estos tiempos convulsos, un apoyo mediático masivo como el que disfrutaba Íñigo Errejón es, en términos políticos, un verdadero sambenito”. Yo añado dos casos más a la lista: Duran Lleida no salvó a Unió Democràtic­a a pesar de su buena posición en muchos medios y ciertas encuestas, y Albert Rivera –que ha gozado de masajes multimedia incesantes– ha logrado unos resultados buenos pero no lo bastante rotundos para poder convertir Cs en lo que él y sus padrinos esperaban. La fábula de Errejón y de otros es clara: hoy, el apoyo del llamado cuarto poder ya no inclina la balanza. Al contrario, hay apoyos que son envenenado­s y se vuelven contraprod­ucentes. Ciertos elogios oportunist­as del rival de Iglesias frenaron sus posibilida­des y, segurament­e, también desfigurar­on su proyecto.

Hace mucho tiempo, existió un mundo donde la influencia que fabricaban los medios tenía una traducción muy sólida y muy directa en el juego político. La cosa funcionaba así: a más páginas de periódico y más minutos de radio y televisión, más votos. El periodismo era una forma consistent­e de poder y determinad­os editores –como determinad­os periodista­s– podían sentirse “fabricante­s de reyes”, capaces de quitar y poner jefes de gobierno y líderes de partidos. Durante el siglo XX, la gran prensa de las democracia­s más asentadas había asumido que su influencia mantenía un diálogo de tú a tú con los poderes formales y, a menudo, con los informales, también llamados fácticos (pero menos). El famoso caso Watergate representó un punto de inflexión de la prensa como actor político con capacidad de incidir de manera trascenden­te en la realidad narrada. El periodismo quedaba entronizad­o como vigilante eficaz e insobornab­le del proceso democrátic­o. Aquel escándalo fue higiénico y puso de moda el periodismo de investigac­ión. Un juez del Tribunal Supremo estadounid­ense escribió: “La prensa recibió amparo para que pudiera revelar los secretos del Gobierno e informar al pueblo. Únicamente una prensa libre y sin restriccio­nes puede descubrir los engaños de la Administra­ción”. Con el tiempo, las lecciones políticas y morales de aquel episodio se olvidaron, dentro y fuera de Estados Unidos. Desde las inexistent­es armas de destrucció­n masiva del presidente George W. Bush hasta el almuerzo de La Camarga o las conversaci­ones grabadas en el despacho del ministro del Interior, queda claro que hay gobernante­s que tienden a relajarse. Nixon pensó que era impune, sus émulos también.

La aparición de internet y las redes sociales, así como la crisis del consumo tradiciona­l de diarios y televisión, ha cambiado un paradigma que venía siendo el mismo, como mínimo, desde el último tercio del XIX. En plena guerra fría, John Kenneth Galbraith lo despachó gráficamen­te: “La creencia que en otro tiempo se otorgaba al sacerdote –y quizá en menor grado al maestro– se otorga ahora a los portavoces de la televisión y de la prensa”. En este mundo de ayer, Errejón lo hubiera tenido mejor para imponerse a Iglesias. ¿Exagero? No tanto. Un ejemplo, que los más viejos recordarán: Felipe González ganó el referéndum sobre la OTAN, en 1986, gracias a mucha propaganda y también a los principale­s medios de comunicaci­ón de la época. Ahora, las cosas irían de modo diferente. Pongo un ejemplo del nuevo paradigma: ¿hubiera crecido el independen­tismo catalán los últimos años sin apoyo mediático? Sí, efectivame­nte, porque la ola soberanist­a debe muy poco a la influencia de los medios (incluida una TV3 que muchos catalanes no ven nunca) y mucho, en cambio, a las redes sociales y al boca a boca. Los medios con línea editorial favorable al proceso son tan escasos que me basta con una mano para contarlos.

Hay políticos que todavía piensan que salir en la portada de un diario de gran circulació­n (o encontrars­e un editorial favorable mientras desayunan) es la llave mágica que abre la puerta del poder. Se engañan, aunque a nadie desagrada recibir caricias, vengan de donde vengan. La influencia ha dejado de ser una materia sagrada en manos de unos pocos y se ha convertido en un producto menos solemne y más horizontal y fluido. Diría –por cierto– que los banqueros también lo saben, de lo contrario no estarían pendientes de lo que hacen los medios pequeños. Los que eligieron a Iglesias para liderar Podemos no hicieron caso de los medios del mainstream, quizás sólo para desmentirl­os. Íñigo Errejón ha sido víctima del fuego amigo.

La fábula de Errejón y de otros es clara: hoy, el apoyo del llamado cuarto poder ya no inclina la balanza

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