La Vanguardia

Las sendas del progreso

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El acuerdo de libre comercio firmado entre la Unión Europea y Canadá; y el liderazgo del hospital Sant Joan de Déu en oncología infantil.

EN los siete años de negociacio­nes entre la Unión Europea y Canadá, el mundo ha cambiado mucho. Entonces, los acuerdos de libre comercio eran percibidos como un estímulo para mejorar la productivi­dad, la capacidad competitiv­a y el comercio global. Al cabo de esos siete largos años de negociacio­nes, centenares de manifestan­tes rodearon ayer el Parlamento Europeo en Estrasburg­o para protestar por la aprobación –votada en el hemiciclo– del acuerdo Global Económico y Comercial, más conocido por las siglas inglesas de CETA, que suprimirá el 98% de las tarifas e impuestos del flujo comercial entre la Unión Europea y Canadá.

La votación de la Cámara fue de 408 votos a favor (conservado­res y liberales) y 254 en contra (socialista­s, verdes y euroescépt­icos), con 33 abstencion­es. No es una victoria ajustada, pero tampoco rotunda. Refleja el crucial momento que atraviesa la Unión Europea, que se está quedando –junto a la China de Xi Jinping– como la valedora de la globalizac­ión y el libre comercio tras el Brexit y la victoria de Donald Trump. Un signo de identidad europeo que pende ahora de un hilo o, para ser precisos, del resultado de las elecciones presidenci­ales de Francia, previstas para abril-mayo. La eurodiputa­da Marine Le Pen, aspirante al Elíseo, ha sido una de las voces que han demonizado el CETA, al que vaticina la capacidad de destruir, “una vez más, cientos de miles de puestos de trabajo, decenas de miles de ellos en Francia”. He aquí el problema: la Europa de los 27 está en crisis y para salir del marasmo tiene un activo fundamenta­l: la supresión de fronteras, comerciale­s, financiera­s y humanas. Lo malo es que sobre este activo recaen ahora todos los males de la humanidad, de ahí que vaya a ser sometido a plebiscito­s indirectos en Holanda y Francia las próximas semanas.

A diferencia de anteriores acuerdos comerciale­s impulsados por Europa, Estados Unidos y las economías del Pacífico desde los años noventa del siglo pasado, los incentivos de este acuerdo con un socio tan solvente como Canadá caen en saco roto. Los beneficios que anticipan las dos partes firmantes son traducidos por muchos ciudadanos en la línea apuntada por Marine Le Pen o por el presidente Trump: a más globalizac­ión, mayor destrucció­n de empleo, precarieda­d laboral y empobrecim­iento de las clases medidas. Es una visión desenfocad­a y pesimista que deja al margen un factor tan decisivo como la robotizaci­ón o las nuevas tecnología­s que han destruido muchos empleos convencion­ales, más allá de grandes acuerdos comerciale­s.

La Unión Europea vive un año crucial al que se enfrenta con la respiració­n contenida. No se trata de una crisis de crecimient­o, como en ocasiones anteriores, se trata de una crisis de identidad que potencia una atmósfera de soledad. El portazo británico, la visión antieurope­ísta de Donald Trump y la sombra vecinal de Moscú acentúan el aislamient­o de la UE. Al mismo tiempo, son factores externos que podrían ayudar a revitaliza­r el orgullo de un continente con valores propios y equidistan­te de Washington y de Moscú. Aliados como Canadá, otro Estado cuyos valores parecen ahora más europeos que norteameri­canos, alejan el fantasma de que se ha firmado un acuerdo semejante para destruir empleos.

Europa y Canadá han izado la bandera del libre comercio, a la que otros están renunciand­o, y no deberían hacerlo con miedo ni mala conciencia.

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