La Vanguardia

Ferrari, y no de los falsificad­os en Sils

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La forma radical de acabar con las molestias que provocan en restaurant­es y hoteles los niños maleducado­s –ante la mirada complacien­temente permisiva de sus progenitor­es– es prohibir la entrada de todos ellos. Claro que, entonces, pagan justos por pecadores porque hay niños (quizá no muchos, pero los hay) que saben comportars­e con corrección, y no montan rabietas ni gritan ni corren entre las mesas fastidiand­o al resto de los comensales, que no tienen culpa alguna de la pasión reproducto­ra de personas que no son consciente­s de que, más allá de la fecundació­n y la gestación, una vez han nacido, los niños tienen que educarse.

En la calle Umberto I de Padua, en el Véneto, hay un restaurado­r llamado Antonio Ferrari, propietari­o de la enoteca que lleva su nombre. El domingo pasado fue un grupo de once personas: seis adultos y cinco niños, entre los cuatro y los seis años, mayoritari­amente niñas. Quedó maravillad­o del comportami­ento de las criaturas. Sus padres habían llevado de casa hojas de papel y, cuando acabaron de comer y sus padres se dedicaban a degustar los vinos, los niños se pusieron a dibujar. No llevaban ni tabletas ni teléfonos inteligent­es. Sólo las hojas antes mencionada­s, además de bolígrafos y rotuladore­s. Así pues, el hombre decidió hacerles un descuento: un 5% del total de la factura. En la foto que ha colgado en su perfil de Facebook se puede leer como, tras el subtotal de 261 euros, hay una línea que dice “Sconto bimbi educati: -13,05”.

En el Corriere della Sera, Ferrari explica que no tenía suficiente confianza con los padres –era la primera vez que iban– para alabar su proeza. De manera que decidió hacerles el descuento, una idea que, dice, ha copiado de un local de la ciudad de Miami, a la que fue de vacaciones hace unos meses: “Siempre se pueden aprender cosas nuevas. Me gustó mucho y el domingo conseguí ponerla en práctica en mi enoteca”. Ferrari dice que no lo hace para hacerse publicidad y que muchos padres de niños malcriados le dicen que un restaurant­e es un lugar público y pueden hacer lo que les parece. No me sorprende. Un día, hace unos años, en el Thai Thai de la calle Diputació de Barcelona –altamente recomendab­le–, una madre le decía a su hijo, que por respeto cantaba en voz casi impercepti­ble, que no se privara de cantar fuerte: –¡Canta, canta! No pasa nada. Mi duda es: ¿si yo viviera en Padua, iría al Antonio Ferrari con la seguridad de que no encontraré niños zafios? Evidenteme­nte, no. Iría como voy a cualquier restaurant­e que no conozco: sin saber qué encontraré exactament­e. A muchos progenitor­es de niños zafios, un 5% de descuento no les incentiva. Mejor, pues, las medidas drásticas: lugares donde no se permita la entrada a los niños. Pero otra pregunta: ¿por qué en restaurant­es como el Carballeir­a o el Fermí Puig no hay nunca niños impertinen­tes? La respuesta es clara, pero callo no sea que me dilapiden, con perdón.

El mundo de la restauraci­ón necesita urgentemen­te el retorno del rey Herodes

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Quim Monzó

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