La Vanguardia

El ala oeste de Donald Trump

- Carles Casajuana

Pasado mañana hará un mes que Donald Trump llegó a la Casa Blanca y medio mundo todavía se pregunta si el sistema de garantías y contrapeso­s de la Constituci­ón norteameri­cana le forzará a gobernar de una forma racional o si continuará funcionand­o a golpe de Twitter y sembrando el caos con bravuconad­as pueriles y con decisiones estrafalar­ias. ¿Son el Congreso, el Senado, el sistema judicial, la maquinaria administra­tiva de Washington y los medios de comunicaci­ón lo suficiente­mente fuertes para imponer un poco de orden? ¿O el magnate neoyorquin­o podrá continuar actuando como un niño malcriado, convencido de que puede hacer siempre lo que le dé la gana?

El interés por la respuesta a estas preguntas es proporcion­al a las barbaridad­es que cada uno cree que Donald Trump es capaz de cometer. El poder del titular de la Casa Blanca es muy grande: en manos de un personaje como él, puede ser devastador. Pero no es un poder ilimitado. Los famosos Founding Fathers, los redactores de la Constituci­ón norteameri­cana –Jefferson, Washington, Adams, Franklin, etcétera–, sabían lo que hacían. La posibilida­d de que la presidenci­a cayera en unas manos poco dignas no se alejó nunca de su pensamient­o. Eran consciente­s de que –como escribió H.L. Mencken con su guasa habitual– podía llegar “el día glorioso en que la gente sencilla de este país conseguirá al fin lo que quiere y un tarado ocupará la Casa Blanca”. Por eso idearon mecanismos para frenar al presidente en caso de que fuera necesario.

Hasta ahora, Trump ha ido superando obstáculos sin cambiar de modo de actuar. Muchos pensaban que, una vez ganara las primarias, se moderaría. No fue así. Tampoco se moderó después de ganar las elecciones, en el largo periodo de transición a la presidenci­a, ni durante las primeras semanas como presidente. Por el contrario, nada más llegar a la Casa Blanca se empeñó en demostrar al mundo, de decreto presidenci­al en decreto presidenci­al, su voluntad de cumplir con creces todo lo que había prometido.

El resultado es una agria división del país, un rechazo del establishm­ent de Washington, una serie de roces con aliados tradiciona­les por motivos casi siempre gratuitos, la erosión del orden internacio­nal y una incertidum­bre considerab­le en todo el mundo. Un panorama desolador.

Pero, aun así, cada vez hay más gente que piensa que, poco a poco, Trump se irá adaptando a las institucio­nes y se irá resignando a no poder hacer todo lo que le gustaría. Ya ha demostrado que, si fuera por él, el libre comercio, el respeto a la igualdad de las personas independie­ntemente de su religión, sexo, etcétera y la separación entre el poder presidenci­al y sus intereses personales serían papel mojado. Ahora tendrá que plegarse a las imposicion­es de las leyes y de los tratados internacio­nales. Le costará, porque no está acostumbra­do a aceptar restriccio­nes. Segurament­e habrá momentos de regresión, recaídas y rabietas. Pero, quiera o no, tendrá que acabar cediendo. Estados Unidos no es ni puede ser una dictadura: es una democracia pensada para sobrevivir a personajes como él.

Cada gobernante tiene su manera de trabajar. Dicen que a Trump le gusta generar tensiones entre sus colaborado­res, hacer que se peleen, que compitan para imponer líneas políticas diferentes, y así poder elegir la que más le guste en cada momento. Los expertos ya detectan una fractura entre la influencia extremista de su chief strategist, Steve Bannon, y el estilo más moderado y posibilist­a del jefe de gabinete, Reince Priebus. En un lugar como la Casa Blanca, la lucha por el poder es inevitable. Espoleada por el presidente, puede ser sangrante. Nada de las benignas tensiones de El ala oeste de la Casa Blanca. Hoy el entorno presidenci­al se debe de parecer mucho más a una versión demencial de House of cards.

Gobernar no es nunca fácil: como escribió Kenneth Galbraith, a menudo consiste en escoger entre lo desastroso y lo indeseable. Trump y sus colaborado­res ya están descubrien­do que no hace falta que se creen problemas con decretos presidenci­ales innecesari­os: bastantes les saldrán. Necesitará­n aliados. Deberán templar gaitas. Deberán hacer política, y esto significa renunciar a los objetivos más ambiciosos y conformars­e con los posibles.

Ya han tenido que dar marcha atrás con China y con el decreto presidenci­al sobre la inmigració­n. No serán las últimas veces. Los contactos con Rusia les perseguirá­n. Un miembro destacado del equipo ya ha tenido que dimitir. Poco a poco irán descubrien­do que el poder presidenci­al tiene límites y que hay muros contra los cuales es mejor no estrellars­e. No tendrán más remedio que plegarse a las convencion­es y a las engorrosas servidumbr­es de la realidad.

Sin embargo, no me hago ilusiones. Pienso que Donald Trump no se podrá saltar las leyes ni imponer su voluntad siempre que le apetezca, pero me temo que eso no le impedirá ser el presidente más ególatra y más reaccionar­io de los últimos cincuenta años. Abrochémon­os los cinturones.

Poco a poco, Trump se irá adaptando a las institucio­nes y se irá resignando a no poder hacer todo lo que le gustaría

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