Civilizaciones
En 1993, un politólogo del Eaton College, Samuel P. Huntington, escribió un famoso artículo en el que pronosticaba que el fin de guerra fría iba dar paso a un “choque de civilizaciones”, definidas en torno a las grandes religiones. En apariencia, Huntington se quedó solo. La expansión mundial del comercio y el optimismo que emanaba del liberalismo global le pasaron por encima. Ni siquiera cuando Al Qaeda estrelló sus aviones contra las torres gemelas de Nueva York su tesis ganó adeptos. El libre comercio podía con todo.
Pero como en tantas otras cosas, la victoria de Donald Trump ha modificado esa ecuación. El actual inquilino de la Casa Blanca no es precisamente un creyente en el libre comercio. Es más, dos de sus asesores más próximos (el caído Mike Flynn y el sulfúrico Steve Bannon) piensan que la misión final de su política es la defensa de la civilización occidental, idea a la que han llegado desde la convicción de que la clase blanca y cristiana es una minoría en peligro.
El cambio en la presidencia de EE.UU. ha dejado a Europa en un estado de soledad cuando más falta le hacía la complicidad americana. La Europa liberal amenaza con ser desbordada por los acontecimientos, paralizada entre la crisis de los refugiados procedentes de Oriente Medio, que se reactiva periódicamente, y el ascenso de una extrema derecha que comparte la idea del choque de civilizaciones y que ha definido al islam como enemigo movilizador.
Parte de la responsabilidad en el ascenso de ideas tan nocivas tiene que ver con la economía. Las élites (liberal en Estados Unidos, de todos los colores en Europa) han vivido una larga fase de enamoramiento con el mundo global. La derecha porque ha quedado encandilada con los enormes beneficios que esa fase de la historia ha tenido para las grandes empresas. La izquierda, porque ha hecho del mundo sin fronteras un valor irrenunciable de un ideario en rehabilitación. Tan embelesados quedaron unos y otros que prestaron poca atención a los efectos que ese proceso ha tenido sobre el empleo de sus votantes, sus expectativas de vida y las fricciones que (inevitablemente) provoca la diversidad cultural cuando esta se vive en propia persona, cuando el “otro” es tu vecino.
La campaña “Casa nostra Casa vostra” focaliza estos días en Catalunya el interés por los refugiados, por los dramas humanitarios que la opinión pública recibe a diario a través de los medios. Refleja la conocida capacidad asociativa de este país. Realza un rasgo de su carácter del que siempre ha alardeado, el de “tierra de acogida”. Y expresa el balance globalmente positivo que de la inmigración hace su gente. Pero sorprende por darse a destiempo de un mundo que se repliega sobre sí mismo y en el que la hipótesis del “choque de civilizaciones” gana fuerza. Frente al miedo global, la solidaridad cotidiana de los voluntarios. Todo muy noble. Ahora hace falta que la realidad no nos desmienta.
Europa ha quedado en un estado de soledad cuando más necesita la complicidad americana