La Vanguardia

Reivindica­ción del odio y el negativism­o

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La palabra odio tiene mala reputación, sobre todo unos días después de San Valentín, cuando en Londres todavía se ven por aquí y por allá restos de corazones rotos. Pero en los tiempos que corren, con Trump campando a sus anchas, la cerrazón del Brexit y Marine Le Pen a las puertas de la Bastilla, hay que reivindica­r “el sentimient­o de aversión, rechazo o antipatía hacia una cosa o una persona”, no sea que caigamos en los errores de los años treinta. Si se ve a alguien pegado a un móvil en Oxford Street o Piccadilly Circus, muy posiblemen­te está diciendo like a un comentario de Twitter, un vídeo colgado en Facebook o al perfil de un potencial ligue en un app de citas. Pero dislike es tan importante como gustar, uno se define tanto por sus amigos como por sus enemigos, y no hay que tener miedo a odiar. Uno puede detestar al 45.º presidente de EE.UU., a los neofascist­as, a los hinchas del Real Madrid (salvo honrosas excepcione­s), al TC y el Comité de Competició­n, al Gobierno central, el autoritari­smo y los abusos del Estado, los árbitros que permiten la caza impune de los jugadores del Barça, a los jueces que la toman con Messi pero no con Cristiano, el imperialis­mo castellano, a los vecinos pesados, a los chivatos, los controles de alcoholemi­a, las multas de aparcamien­to, a los ingleses prepotente­s, a quienes comen palomitas en el cine o no hacen ni un gesto al cederles el paso, a quienes se ponen de pie en el fútbol y aposentan su enorme cabezón en la fila de delante. Odios justos y necesarios.

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