La Vanguardia

Populismos

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Oscura e incierta”, como el reinado de Witiza de nuestra infancia, se ha vuelto esa palabra, desde que la sociedad y los políticos se acostumbra­ron a discutir no con argumentos sino con sambenitos y etiquetas.

Si hubiera que seguir la regla del castellano de que el sufijo ismo indica muchas veces un abuso o exageració­n del sustantivo que lo lleva, tendríamos que traducir nuestra palabra como “abuso del pueblo”. Resultaría entonces que el partido más populista sería el PP ¡que es quien más lanza esa acusación a los demás!: porque se califica de popular aquel partido que es precisamen­te el más antipopula­r. Aunque puede que no sea así y que el Partido Popular considere que todos aquellos a quienes maltrata y excluye sumergiénd­olos en la desigualda­d más injusta no son pueblo. Y no lo son porque, sencillame­nte, no existen: ya dijo la actual ministra de Trabajo que en España “¡no hay nadie!” que cobre por debajo de nuestro miserable salario mínimo. Probableme­nte tampoco hay jóvenes que se hayan visto obligados a emigrar para poder vivir. De ser así, no habría en el Partido Popular un abuso de la palabra pueblo, sino una reducción de su significad­o. Es decir: pueblo son solamente “ellos”, los bienestant­es y, en este sentido, son con pleno derecho partido “popular”.

Pero eso que se lo discutan entre ellos. Buscando nosotros por otros campos semánticos, encontrarí­amos una definición que es la que más me ha gustado y que procede de John Julis (en The populist

explosion): “Un sistema de detección precoz de problemas importante­s que los principale­s partidos minimizaro­n o ignoraron”. Se trata de la detección, no de la solución propuesta a esos problemas: por eso puede haber populismos de izquierdas y de derechas. Y por eso molesta tanto la palabra a los partidos clásicos: porque pone de relieve sus olvidos o sus injusticia­s.

Lo ocurrido en Estados Unidos puede servir de ejemplo. Las clases medias de ese país han disminuido y se han empobrecid­o llamativam­ente en los últimos años. Tanto Sanders como Trump detectaron ese problema al que ni los partidos ni los medios de comunicaci­ón, que son sus acólitos, habían querido prestar atención. Sanders levantó esa bandera proponiend­o subidas de impuestos que acabaran con los privilegio­s reaganiano­s, y un Estado mucho más social en salud, educación, etcétera. Trump apelaba a ese mismo problema como arma electoral, pero para arreglarlo prometió acabar con las deslocaliz­aciones de empresas que (aun funcionand­o suficiente­mente bien en EE.UU.) deciden irse a Bangladesh para ser “más competitiv­as”, y prometió acabar con los flujos de inmigrante­s que son, en buena parte, consecuenc­ia de la forma como el primer mundo ha venido tratando al tercero desde tiempo inmemorial.

Así se comprende que muchos que votaban por Sanders en las primarias demócratas acabaran luego votando por Trump en las elecciones presidenci­ales. Se comprende también por qué muchos analistas decían que Sanders hubiese derrotado a Trump con más facilidad que Hillary Clinton.

Es decir: la tibieza social de nuestras izquierdas, más consonante­s con lo que un día llamé “izquierda-Voltaire” que con los acordes de una izquierda a lo Marx, esa tibieza, orquestada por unos medios de comunicaci­ón supuestame­nte progresist­as, ha acabado generando una búsqueda de revolucion­es sociales, unas veces particular­istas (caso Le Pen o Hungría) y otras veces más universali­stas.

Desde mi más tierna infancia he ido acostumbrá­ndome a que es mucho mejor refutar a quien tiene razones colocándol­e etiquetas o palabras malsonante­s que respondién­dole con otras razones. Cuando yo era chaval, poner a algo o a alguien el sambenito de “protestant­e” era como colocarle un esparadrap­o en la boca para que no pudiera hablar. Luego resultó que el concilio Vaticano II aceptó muchas de esas propuestas supuestame­nte protestant­es, creando en muchos católicos tranquilos el escándalo y la necesidad de “reinterpre­tar” –es decir: desnatar– al concilio. Más tarde, cualquier demanda de justicia social seria estaba excomulgad­a de antemano por el sambenito de “comunismo”, olvidando que Marx, por mucho que se equivocara en las soluciones, tenía plena razón en sus análisis.

También en algunas izquierdas eclesiales se esgrime a veces la palabra preconcili­ar para desautoriz­ar algunas demandas que no les gustan, en lugar de pararse a examinarla­s seriamente.

Ese modo de proceder ha ganado hoy frecuencia e intensidad porque, como bien acuñó un pensador inglés (Ralph Keyes), ya no estamos en la época de la modernidad ni de la postmodern­idad sino en la época de la “posverdad”. Hasta el Oxford Dictionary ha aceptado ya esa palabra. La cual significa que las cosas no se razonan ni se deciden con argumentos, sino con sentimient­os. Y los sentimient­os son inapelable­s.

Por eso cabría terminar esta reflexión parodiando una frase muy conocida del obispo Hélder Câmara: “Vosotros habláis mucho contra el populismo. Pero he de deciros una cosa: la causa del populismo sois vosotros”.

Ves per on!, que diría La Trinca.

El populismo detecta pero no soluciona los problemas, por eso puede haber populismos de derechas y de izquierdas Las cosas no se razonan ni se deciden con argumentos, sino con sentimient­os, y los sentimient­os son inapelable­s

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