La Vanguardia

Lo que oculta la máscara

- Antoni Puigverd

Antoni Puigverd reflexiona sobre el papel en la sociedad de las fiestas de carnaval, un acontecimi­ento cuyas motivacion­es han mutado para caer en manos del poder como elemento de control de las masas: “La máscara era el puente por donde ir de la realidad a la fantasía. Pero en la cultura actual todo es a la vez fantasía y realidad. Los individuos contemporá­neos mutan constantem­ente de una máscara a la otra, en un juego de espejos que deslumbra tanto como marea”.

Un viajero musulmán del siglo XVI llega a Roma a finales de febrero: “En esta época del año, los cristianos se vuelven locos y sólo regresan a la cordura cuando les imponen polvo de ceniza sobre la cabeza”. Dos siglos más tarde, en 1787, Goethe también asiste al carnaval de Roma. Al principio, la confusión, el frenetismo y el ruido de la multitud lo irritan: contrastan fuertement­e con su talante estudioso y contenido. Pero se impone el reto de traducir ese descontrol literariam­ente. La mirada lúcida, extrañada y atenta de aquellos escritos de Goethe inauguran la actitud literaria del famoso flâneur: el que pasea confundido entre la multitud: atento y distante a la vez de la masa.

Goethe piensa algo especialme­nte lúcido sobre el carnaval, si tenemos en cuenta que lo escribe en el siglo XVIII: “No es una fiesta otorgada al pueblo, sino una fiesta que el pueblo se da a sí mismo”. Goethe ya detecta en el carnaval el poder inquietant­e de la plebe, capaz de reventar todos los esquemas.

Aunque el más turístico de Italia es el de Venecia (paralizado en el tiempo al servicio del turismo, cual mariposa de coleccioni­sta clavada con una aguja para ser mostrada en una exposición), los romanos están muy orgullosos de su carnaval, que consideran directamen­te hijo de las saturnales antiguas. En las saturnales, como luego en el carnaval, se producía una subversión aparente y provisiona­l del orden establecid­o: los esclavos vestían como los libertos, comían y bebían con los dueños, y no se considerab­a correcto castigar a los culpables mientras duraban las fiestas. También escogían un rey de la fiesta: una figura paródica que ponía en cuestión de manera irónica la jerarquía de poder real.

Ahora bien, una de las caracterís­ticas de nuestro carnaval es el disfraz, que permite simular una identidad diferente a la habitual y, sobre todo, la máscara, que esconde o protege la identidad, pero que es portadora de significad­os ambiguos. La máscara es una “cara artificial” que sirve para camuflarse o, al contrario, para atraer la atención. En la cultura humana, la máscara es todavía más antigua que las saturnales. Se conserva una de piedra de los neandertal­es que tiene 32.000 años; y en las cuevas paleolític­as de Lascaux hay pinturas de cazadores travestido­s de animales. Pero sin duda, las máscaras arcaicas más célebres son las de los egipcios, que respondían a la intención de ofrecer una cara atractiva del difunto en la otra vida.

Los sarcófagos egipcios o incas, como las caretas de muchos rituales africanos, subrayan la función de puente que realiza la máscara. Con ella pasamos de un estado a otro. De la seriedad al descontrol, del carné de identidad a la identidad de nuestra fantasía. Cuando la Cuaresma existía, la máscara era una frontera entre lo profano y lo sagrado, entre la locura y la penitencia. Ahora, que vivimos siempre en actitud festiva, la máscara no es ya un lugar de paso, sino tan sólo lo que los músicos llaman “una variación sobre el mismo tema”.

La máscara era el puente por donde ir de la realidad a la fantasía. Pero en la cultura actual todo es a la vez fantasía y realidad. Los individuos contemporá­neos mutan constantem­ente de una máscara a la otra, en un juego de espejos que deslumbra tanto como marea. Las ansias de cambio son tan constantes que la publicidad nos invita a reinventar­nos cada día: no podemos tener trabajos fijos; y nos guste o no tenemos que ir cambiando de perfil profesiona­l. Está mal visto tener pareja estable: hay que ir de flor en flor como manda la versión institucio­nalizada del carpe diem. No podemos ser fieles al restaurant­e, a los amigos o a los paisajes familiares, pues todo nos empuja a probar cocinas de moda, amistades nuevas, paisajes obligatori­os.

La máscara, más que proteger los secretos de nuestra intimidad, ahora es un dogma frenético, una exigencia de cambio constante, que encuentra su expresión más genuina en la obsesión por la moda, en el auge de la cirugía estética y en las nuevas identidade­s sexuales. La economía de la obsolescen­cia programada, la cultura kleenex de usar y tirar encuentran en este juego de máscaras obligatori­o el discurso ético ideal. El sistema ha encontrado la manera de subvertir el peligro que la masa anunciaba cuando se concedía fiesta a sí misma. Ahora la masa obedece los dictados del mercado, las exigencias del consumo. El carnaval constante es un súbdito del mercado. Por eso todos vamos dando vueltas y cambiando de máscaras cada vez más deprisa, incapaces de parar, aterroriza­dos por la idea de parar y contemplar­nos en el espejo tal cual somos.

Y por eso Michael Jackson, que era negro pero quiso ser blanco, que había nacido hombre pero quizás quería ser mujer, que tenía cuarenta años y todavía quería parecer un niño, pero que no encontraba calma, descanso o satisfacci­ón en ninguna de las máscaras ganadas y quedó enganchado a los fármacos, es el triste y a la vez exitoso profeta de los tiempos actuales. Recreado por la cirugía, liberado de las diferencia­s de raza, edad y sexo, era el rey del carnaval más trágico. El carnaval de una época que ha convertido la apariencia física en el único territorio sagrado.

Vamos cambiando de máscaras, aterroriza­dos por la idea de contemplar­nos en el espejo tal cual somos

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