La Vanguardia

Pirámide desequilib­rada

- Alfredo Pastor A. PASTOR, cátedra Iese-Banc Sabadell de Economías Emergentes

Alfredo Pastor pondera la necesaria reforma del sistema de pensiones: “Un trabajo encargado en el último gobierno de Felipe González y publicado más tarde por una entidad financiera predecía que dentro de diez años la parte de nuestro PIB que iría a parar a las pensiones sería considerad­a excesiva, a la vez que aclaraba que, de todas las medidas posibles para paliar esa eventualid­ad, la única verdaderam­ente eficaz consistía en aceptar por parte de los pensionist­as una pérdida paulatina de poder adquisitiv­o de sus ingresos”.

Por fin parece ser del dominio público que nuestro sistema de pensiones necesita algo más que un remiendo. Con una esperanza de vida elevada, demografía débil, alto desempleo y bajos salarios no queda mucho donde elegir: o unas pensiones bastante menores que las actuales, o un déficit público mucho mayor, o ingresos fiscales que complement­en las cuotas de la Seguridad Social. No se producirá una hecatombe: una combinació­n de las tres posibilida­des anteriores dará, después de algún tira y afloja, una solución que habrá que aceptar. Pero la fábula de las pensiones bien merece una moraleja.

Un Estado de bienestar más que presentabl­e es, desde luego, uno de los logros de nuestra democracia y un motivo de orgullo para todos. Pero hace ya décadas que algunos empezaron a dudar de que nuestro sistema de pensiones resistiera el paso del tiempo. Un trabajo encargado en el último gobierno de Felipe González y publicado más tarde por una entidad financiera predecía que dentro de diez años la parte de nuestro PIB que iría a parar a las pensiones sería considerad­a excesiva, a la vez que aclaraba que, de todas las medidas posibles para paliar esa eventualid­ad, la única verdaderam­ente eficaz consistía en aceptar por parte de los pensionist­as una pérdida paulatina de poder adquisitiv­o de sus ingresos. Hemos tardado veinte años en que esas verdades, aunque algo edulcorada­s, sean públicamen­te reconocida­s. Como cada día que pasa hace más penoso el ajuste, uno puede preguntars­e por las razones de tan enorme retraso.

Es verdad que un debate público sobre las pensiones (o sobre cualquier aspecto del Estado de bienestar) es, incluso cuando se emprende sobre la base de un buen estudio, una aventura arriesgada: a primeros de los noventa la publicació­n en Canadá de un libro blanco sobre las pensiones había causado tal tempestad que las autoridade­s de allí decidieron posponer el debate hasta mejor ocasión. En nuestro caso, esa razonable cautela se vio reforzada por el temor a que el asunto de las pensiones sirviera de munición en el tiro al blanco que constituye el núcleo de nuestra política parlamenta­ria. Temor por lo demás justificad­o, ya que, en lugar de ponerse de acuerdo para abordar un serio problema cuya vigencia iba a exceder la de muchas legislatur­as, ambos partidos empezaron a tirarse las pensiones a la cabeza hasta que, exhaustos, resolviero­n excluirlas de los debates públicos hasta nuevo aviso. Así fueron las primeras reuniones del llamado pacto de Toledo poco más que un acuerdo para no hablar más del asunto; y aquellos polvos, como se dice, trajeron estos lodos.

La inveterada costumbre de hurtar a la vista del ciudadano todas las decisiones importante­s hasta que están bien cocinadas no es ajena a la atmósfera –mezcla de desconuna fianza, hastío e indignació­n según los días– que rodea la actividad política de hoy. Sabemos que la verdad no surge del choque de improvisac­iones: las decisiones han de estar preparadas y meditadas, y eso no se hace en la plaza pública, uno no se presenta en una asamblea sin haber contrastad­o antes su criterio, en un aparte, con el de sus miembros más influyente­s. Pero el resultado ha de ser expuesto sin ambages ni paliativos.

Para ilustrar cómo tomar decisiones en democracia sana quizá sirva una anécdota más que un sermón. Érase una vez un astillero militar que había de hacer entrega de un buque a la Armada; pero los constructo­res, temiendo que su desplazami­ento fuera muy superior al estipulado en el proyecto, no sabían qué hacer, porque un sobrepeso hubiera supuesto su rechazo por parte del cliente y con él la ruina del astillero. Cabía, naturalmen­te, la posibilida­d de hacerse el sueco y ver si el cliente no notaba nada; pero, para salir de dudas, el responsabl­e del asti- llero decidió pesar el buque, corriendo el riesgo de que se hiciera público el defecto en la construcci­ón, si lo había. Afortunada­mente, el resultado fue favorable; pero lo importante no fue el resultado, sino la decisión de emprender un camino que llevaría a la verdad objetiva y de atenerse a ella, fueran cuales fueran las consecuenc­ias.

Aquí está la moraleja prometida. ¿Hemos pesado las pensiones? ¿Las líneas de alta velocidad? ¿Las autopistas? ¿Los aeropuerto­s? ¿Todos los museos de provincias? ¡No es mucho más difícil que pesar un portaavion­es! La capacidad técnica de hacerlo existe, y es incluso probable que se hayan llevado a cabo algunas pesadas preliminar­es; pero los resultados nunca han recibido una publicidad suficiente, y eso debe ser porque, en muchos casos, no podían justificar de ningún modo las decisiones tomadas. Eso no puede seguir así. Reconstrui­r la confianza perdida llevará tiempo, pero sin confianza no hay leyes que se cumplan ni institucio­nes que resistan. Hablemos algo menos y pesemos un poco más a menudo.

Restaurar la confianza perdida llevará tiempo, pero sin ella no hay leyes que se cumplan ni institucio­nes que resistan

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PERICO PASTOR

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