La Vanguardia

Por encima del cadáver de Fidel

El fútbol amenaza con suplantar al béisbol como el deporte nacional de Cuba. Es más barato y se ven los partidos del Barça por la tele

- Rafael Ramos

Hay que reconocer que el mundo globalizad­o no se paraliza para ver jugar al Villa Clara, el Camagüey o el Guantánamo (lo contrario sería dar la razón a Donald Trump cuando dice que los periodista­s somos los seres más mentirosos del planeta). Que el delantero Eddygelqui Olivares no ha sido ni será candidato al Balón de Oro, que Roberney Caballero nunca podría jugar en el Barça por más que flaquee su centro del campo, y que a nadie se le corta la respiració­n con las paradas de Diosvelis Guerra o la colocación del defensa Yasmany López.

Hecha esta precisión, también es cierto que cada vez se ven más niños pegando patadas a un balón por las calles de La Habana y Santiago (para desesperac­ión de los propietari­os de esos Studebacke­rs y Oldsmobile­s de los cuarenta y cincuenta que forman parte del paisaje nacional), y que cuando jugadores profesiona­les norteameri­canos de béisbol van a dar un cursillo al destartala­do estadio de Matanzas, a sesenta kilómetros de la capital, los chavales no llevan como antaño camisetas de los Yankees, los Dodgers o los Piratas de Pittsburgh, sino del Barça, el Bayern y el Madrid. Lo juro, para que Sean Spicer (portavoz de prensa de Trump) no me niegue a partir de ahora el acceso a las conferenci­as de la Casa Blanca.

Durante la Revolución, Cuba ha sido un país de béisbol. De hecho su fútbol murió el 12 de junio de 1938 en Antibes, justo antes de que estallara la segunda guerra, cuando Federico Laredo Brú (pro estadounid­ense) era presidente del país, y su selección fue goleada sin compasión 8-0 por Suecia en el Campeonato del Mundo de Francia. Y hasta ahora no había levantado cabeza. Del Mundial 2018 ha sido eliminada por Curaçao, con lo cual está todo dicho.

El renacimien­to del fútbol cubano tiene una doble vertiente. Por un lado, su creciente popularida­d (sobre todo entre los jóvenes), ya que jugarlo resulta mucho más barato que el béisbol, que requiere bate, guantes y una indumentar­ia cara en una isla donde no se atan los perros con longaniza, embargo o no embargo. Y a que mientras la televisión nacional sólo retransmit­e en diferido, los domingos por la noche, un partido de pelota, en cambio cualquiera que tenga una parabólica ve jugar constantem­ente al Barça, la Juve, el Manchester United o el Galaxy de Los Ángeles. Y así es como se hace afición.

“A partir de ahora todo deportista cubano tiene la obligación de amar su deporte por lo que es, y no por el dinero que le puede reportar”, dictaminó Fidel en 1961, dos años después de derrocar al régimen de Batista. El profesiona­lismo quedó prohibido, y centenares de estrellas del béisbol (y otros deportes) aprovechar­on sus viajes a los Estados Unidos para escaparse por las escaleras de incendios de los hoteles o perderse en los centros comerciale­s de Dallas o Houston. Lo próximo que se sabía de ellos es que habían solicitado asilo político y firmado un contrato millonario con los Cardenales de San Luis (comprensib­le si se tiene en cuenta que un atleta de élite en Cuba no gana más de un centenar de dólares al mes). Pero desde el año pasado, y con la bendición de Raúl Castro, los futbolista­s pueden jugar en el extranjero, y además seguir siendo convocados por la selección nacional, siempre y cuando paguen los impuestos en la isla, y ese es el segundo factor en el auge del balompié.

Por el momento sólo tres jugadores se han amparado en el cambio de legislació­n: Abel Martínez, Maykel Reyes (ambos han fichado por los equipos inferiores del Cruz Azul mexicano) y Jorge Luis Corrales (Miami FC, de la segunda división de la North American Soccer League). Vamos, que entre ellos no hay ningún Messi ni se va a suscitar ninguna cuestión sobre dónde han de contribuir por sus derechos de imagen. Pero a veces la importanci­a está en los símbolos, y aquí la clave es que deportista­s cubanos luzcan sus atributos en el extranjero sin necesidad de haberse exilado, y cuando estén lesionados puedan regresar a comer unas masitas de cerdo en la Bodeguita del Medio, o tomarse unos mojitos en el Floridita con el fantasma de Hemingway.

“¿Qué es un millón de dólares comparado con el amor de ocho millones de cubanos?”, decía el campeón olímpico de boxeo Téofilo Stevenson para explicar su decisión de no hacerse profesiona­l. Pero ni siquiera hace falta tanto dinero. Para quienes se benefician del levantamie­nto del embargo por Obama, del auge del turismo y la progresiva apertura al sector privado, hasta cincuenta dólares pueden ser una pequeña fortuna. También para los futbolista­s cubanos. A ver qué hace Trump, que ganó Florida con la ayuda del voto anticastri­sta...

Fidel Castro siempre se opuso, pero Raúl permite que los futbolista­s jueguen en equipos extranjero­s

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KEVIN C. COX / GETTY El marcador del estadio Pedro Marrero, en La Habana, en octubre: Estados Unidos ganó 0-2
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