La desfachatez rampante
LA desfachatez campa a sus anchas en un mundo como el que nos ha tocado vivir, falto de criterio, escaso de memoria y excesivamente descarado en las formas. Uno repasa las páginas de los diarios y descubre que la realidad es a cada paso más desvergonzada. La tecnología nos hace pensar que todo va muy rápido, ninguna imagen se fija, ni una sola idea permanece más allá de lo que se tarda en pulsar 140 caracteres. No es que el pensamiento se haya vuelto líquido como sostenía Zygmunt Bauman, sino que se ha convertido en gaseoso. Y, como una parte de los gases, resulta tóxico.
Hubo un tiempo en que las desfachateces eran de baja intensidad, como cuando Giuseppe Tomasi Di Lampedusa se iba andando a una pastelería cercana a su casa, pedía un café y se pasaba cuatro o cinco horas leyendo una novela de Balzac, para desesperación del propietario del establecimiento. Pero los tiempos son poco lampedusianos y todo cambia radicalmente. Desfachatez es ahora contemplar al árbitro Gil Manzano y a sus auxiliares saliendo del estadio del Villarreal con bolsas de regalos del Real Madrid después de señalar un penalti que sólo vieron ellos. O descubrir que Kellyanne Conway, asesora de Trump, hacía una foto del presidente de Estados Unidos con un grupo de rectores de universidad subida con tacones a uno de los sofás del despacho oval. O escuchar a Fèlix Millet después de esquilmar el Palau de la Música (y confesarlo) quejarse de la lentitud de la justicia. O incluso ver cómo los mismos que aseguran que la democracia española está enferma intentan coartar el debate en el Parlament de la ley de desconexión, acogiéndose a un irregular procedimiento de urgencia.
La desfachatez es una forma de engañarse a sí mismo para embaucar a los demás. Hace falta más decisión para señalar a quienes –como el trilero– nos esconden la bolita si no queremos que el descaro se imponga.