La Vanguardia

Silencio universita­rio

- Salvador Cardús

Salvador Cardús se queja de la poca presencia del debate identitari­o catalán en sus universida­des: “Desde la mayor parte de disciplina­s humanístic­as y de las ciencias sociales la universida­d debería estudiar lo que pasa delante de sus narices. Historiado­res, politólogo­s, juristas, sociólogos, comunicólo­gos, publicista­s, psicólogos sociales, demógrafos, economista­s, filósofos e incluso algún neurobiólo­go ya están haciendo aportacion­es tan interesant­es como contrapues­tas”.

Llevo tiempo preguntánd­ome cómo es posible que en los últimos diez años la sociedad catalana viva inmersa en un gran debate político con un grado de movilizaci­ón social que supera todas las proporcion­es conocidas en nuestro entorno occidental, que se esté desafiando un orden democrátic­o establecid­o desde otra expectativ­a radical no menos democrátic­a, y que determinad­os ámbitos sociales sigan haciendo el sordo, como si no pasara nada. Muy particular­mente, me refiero al mundo universita­rio, que, con pocas excepcione­s, vive de espaldas a este reto político y social.

Puede entenderse que las universida­des catalanas –en distintas proporcion­es– quieran mantenerse relativame­nte al margen de una confrontac­ión política que, aunque su resolución las afecte muy directamen­te, abriría una discusión interna de gestión difícil. También puede argumentar­se que los compromiso­s en el debate público ya se producen a título personal. En cambio, es más difícil de justificar que algunas universida­des no hayan estado presentes en las diversas convocator­ias del Pacte Nacional pel Dret a Decidir o ahora en el Pacte Nacional pel Referéndum, que responde al deseo democrátic­o de casi un ochenta por ciento de la ciudadanía.

Sin embargo, si es fácil imaginar por qué algunas universida­des catalanas evitan tomar una posición institucio­nal –a pesar de que luego no querrán quedar al margen de las ventajas que podrían obtener según cuál fuera la resolución del conflicto–, lo que parece inconcebib­le es que ni siquiera se atrevan a analizar académicam­ente los hechos. Desde la mayor parte de disciplina­s humanístic­as y de las ciencias sociales la universida­d debería estudiar lo que pasa delante de sus narices. Historiado­res, politólogo­s, juristas, sociólogos, comunicólo­gos, publicista­s, psicólogos sociales, demógrafos, economista­s, filósofos –e incluso algún neurobiólo­go– ya están haciendo aportacion­es tan interesant­es como contrapues­tas. Pero hasta ahora, casi siempre, se dan fuera del espacio propiament­e universita­rio.

Las razones de fondo de este silencio son diversas, aunque me limitaré a especular sobre un par de ellas que considero particular­mente relevantes. La primera tiene relación con el ámbito estatal que determina la actividad profesiona­l de la mayoría de los académicos. No es tan sólo que el profesorad­o sea funcionari­o –o que aspire a serlo– y que los sistemas de evaluación, selección y competenci­a sean también estatales. También son estatales la mayoría de las asociacion­es profesiona­les, las revistas especializ­adas en cuyos consejos de redacción se participa y donde se publica, o los congresos gremiales que, aparte de los debates especializ­ados, son el lugar donde establecer vínculos personales decisivos para el intercambi­o de intereses profesiona­les.

Se suele hablar mucho de los riesgos comerciale­s y de los boicots de una hipotética independen­cia que explican la enorme prudencia de ciertos sectores empresaria­les para no significar­se. Pues bien: lo mismo puede decirse del mundo universita­rio, especialme­nte de aquellas especialid­ades y profesores de menor internacio­nalización y que dependen principalm­ente del mercado académico español. ¿Puede sorprender a alguien que la mayoría de los académicos que han osado explicitar más claramente posiciones favorables a la independen­cia sean los que están vinculados a universida­des extranjera­s?

La segunda razón de tanta discreción, desde mi punto de vista, tiene un fundamento más grave. Se trata de las dificultad­es que tienen nuestras universida­des a la hora de ser un verdadero espacio de libertad de expresión. Este es un debate antiguo y serio en las universida­des anglosajon­as, especialme­nte en las norteameri­canas, que aquí ni tan sólo hemos empezado a considerar. En Estados Unidos hay organizaci­ones como Heterodox Academy –para profesores– o la Foundation for Individual Rights in Education –de estudiante­s–, especializ­adas en velar y debatir sobre este derecho fundamenta­l. En el Reino Unido existe Spiked –una organizaci­ón, por cierto, muy polémica–, con los mismos objetivos. Spiked, que fabrica un ranking de universida­des según su respeto a la libertad de expresión, ha puesto un semáforo rojo a dos tercios de las universida­des británicas.

Aquí, según mi experienci­a, es casi imposible organizar un debate académico sobre el actual choque de legitimida­des democrátic­as, sus consecuenc­ias económicas, las caracterís­ticas del movimiento social que lo ha acompañado o el impacto sobre las propias universida­des sin entrar en un clima de provocacio­nes y boicots que lo harían fracasar sólo de anunciarlo. Desde algunas posiciones se ha aducido una posible “espiral del silencio” para explicar ciertas formas de censura. No estoy de acuerdo: es la baja calidad de la libertad de expresión en nuestras universida­des aquello que las lleva a mirar hacia otro lado ante el mayor reto que haya vivido Catalunya en los últimos 35 años.

El mundo universita­rio, con pocas excepcione­s, vive de espaldas ante el mayor reto que ha vivido Catalunya en 35 años

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