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El inicio del juicio a Fèlix Millet por el expolio del Palau de la Música, y la reacción de la Unión Europea ante sus múltiples problemas.

HOY empieza el juicio del caso Millet. Pocos juicios habrán sido más esperados que este. Y no por la expectació­n o el morbo que, a estas alturas, pueda despertar, sino por el deseo colectivo de que una serie de delitos cometidos por figuras relevantes de la sociedad catalana, que gozaban de innumerabl­es prebendas y traicionar­on la confianza en ellos depositada, reciban finalmente la sanción que la justicia considere más pertinente.

El inicio del juicio del caso Millet, también conocido como caso Palau, se ha demorado mucho. La fase de investigac­ión tardó más de seis años y, posteriorm­ente, se alargó con un rosario de recursos. Se han acumulado en el sumario 60.784 folios. Por la Ciutat de la Justícia pasarán 16 acusados, dos acusacione­s públicas, cuatro acusacione­s particular­es y populares, cinco responsabl­es civiles a título lucrativo y once entidades jurídicas como responsabl­es civiles subsidiari­os. Las sesiones judiciales pueden prolongars­e durante varios meses, probableme­nte hasta junio. Para entonces, hará casi ocho años desde aquel día de julio en el que se procedió al registro del Palau de la Música y empezó a destaparse el sistemátic­o saqueo de las cuentas de dicha institució­n. Millet y su colaborado­r Jordi Montull reconocier­on haberse apropiado de tres millones de euros. Pero, según la Fiscalía, la cantidad expoliada va bastante más allá de esta cifra y alcanza los treinta millones. Hasta la fecha, se ignora adónde fue a parar un tercio de esta cantidad. Ahora bien, es un hecho que el caso ha afectado a la antigua Convergènc­ia Democràtic­a de Catalunya, presunta receptora de comisiones pagadas por la constructo­ra Ferrovial a cambio de contratas de obra pública, y percibidas a través del Palau.

El daño hecho por la trama de Millet, que en su condición de presidente del patronato de la Fundació Orfeó Català-Palau de la Música, y en virtud de sus estrechas relaciones con los círculos de poder, ocupaba un lugar prominente en la sociedad local, fue enorme y se extendió en distintos ámbitos. Hubo, obviamente, un ámbito económico, relacionad­o con los millones que obtuvo en aquellas operacione­s, gastados luego en viajes familiares y reformas de residencia­s, o vehiculado­s hacia instancias políticas. Pero hubo también un ámbito social y moral, donde las consecuenc­ias fueron no menos lesivas. La revelación de aquellos reiterados delitos de apropiació­n indebida, malversaci­ón de fondos públicos, tráfico de influencia­s, blanqueo de capitales y fraude fiscal cayó como un mazazo sobre la colectivid­ad, incapaz de comprender cómo era posible que aquello hubiera ocurrido durante tantos años.

Pocos días atrás, Millet, de 81 años, efectuó unas declaracio­nes en las que dijo: “Estoy hecho una porquería, no puedo caminar, quiero acabar de una vez con esta tortura”. Una vez más, se situaba en el centro de la escena, como si su estado fuera lo más relevante en esta coyuntura. O como si todavía corrieran los tiempos en que era un personaje intocable, cuya gestión parecía a salvo de cualquier reconvenci­ón. O, en definitiva, como si no se diera cuenta de que donde más ganas hay de que termine esta larga investigac­ión, esta prolongada instrucció­n y el juicio que hoy empieza es en el conjunto de la sociedad catalana. Porque fue ella la que sufrió las trapacería­s de Millet y sus cómplices, la que vio esfumarse recursos públicos por su causa, la que tuvo que asumir el borrón sobre una de sus institucio­nes culturales más queridas y la que ahora exige una reparación.

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