¡Viva el vino y Montesquieu!
Bajo la lluvia de sentencias judiciales de este año, entrevisto a Pascal Lebeck, último de siete generaciones de vignerons de los pagos de Montesquieu, a quien debemos que los jueces hoy también juzguen a los poderosos.
Escucho al viticultor, pero también al pensador, porque ambos transmiten la misma lección de equilibrio. Se suceden sequías e inundaciones, dictaduras y revoluciones, pero el equilibrio guía a los mejores ciudadanos y viticultores. El buen vino no se deja dominar por el azúcar, ni la acidez, ni el alcohol y el buen Estado logra que sus tres poderes –ejecutivo, legislativo y judicial– se controlen entre sí para que nadie tenga poder absoluto.
El equilibrio es más fácil de teorizar que de conseguir. Hay que darse prisa, pero durante siglos, porque una arquitectura sólida de poderes y contrapoderes no se erige con un asalto a los cielos ni con un par de manifestaciones; surge de la sensatez acumulada por una sociedad durante generaciones, mientras pasan los políticos y sus ambiciones.
Le explico que nací en una dictadura que la transición sustituyó por caudillos democráticos, quienes parecía que lavaban con votos sus abusos. Alguno declaró muerto a Montesquieu mientras los partidos iban ocupando los tres poderes. Es mejor que lo que encontré al nacer, por supuesto, pero aún está lejos del equilibrio que puede salvarnos a los ciudadanos de nuestros propios errores cuando votamos al poderoso equivocado.
Temo que nos quedan aún malas añadas, porque ningún magistrado llega hoy a presidir un alto tribunal si no lo apadrina un partido: ¿acaso debe renunciar a toda ambición profesional para preservar su independencia? Nuestros jueces, pese a todo, han amparado a las víctimas de preferentes e hipotecas torticeras. Y han condenado al cuñado del Rey; a un exvicepresidente del Gobierno y a cuatro presidentes autonómicos tras procesar a más de dos mil cargos públicos.
Si damos a los jueces más medios que los que tienen los corruptos para esconder lo que nos roban (sus abogados cobran un pastón y no los escatiman), y ellos tuvieran más prisa en condenarlos (no hace falta que los investiguen desde la primera comunión: basta con probar sus delitos), recobraríamos más de lo sustraído. Y sin procesos de ocho años.
Para eso no hacen falta revoluciones, porque, tras muchos bandazos, acaban dejándonos donde estábamos, pero a menos, porque siempre causan víctimas. Brindamos, en fin, por la evolución, única que, paso a paso, consigue progreso para ciudadanos y amantes del vino y logra un país algo menos injusto.