La Vanguardia

Empieza el debate

Los partidos abren la discusión sobre la despenaliz­ación del suicidio asistido

- ANA MACPHERSON

Mi madre vivió de octubre a diciembre esperando ahogarse cada día porque nadie le dio respuesta a su demanda de acabar de una vez. Se atragantab­a hasta con la saliva”, explica Núria Vera, hija de Montserrat Voltà, que reclamó morir sin sufrir en una carta en La

Vanguardia.

Su madre finalmente fue atendida. Quizá porque su carta permitió a la asociación Dret a Morir Dignament (DMD) ofrecerle ayuda. Una médica experta en cuidados de paliativos de la asociación se ofreció a explicar al equipo que atendía a esta paciente posibilida­des para dar respuesta a su demanda dentro de la ley. Y Montserrat Voltà murió sedada, levemente, pero sedada, después de tres días. Y no se ahogó. Tenía esclerosis lateral amiotrófic­a y estaba desde hacía meses encerrada en un cuerpo que no podía mover, sin habla y últimament­e sin capacidad para tragar. “Pero nunca tuvieron en cuenta su enorme angustia, su estrés, no dormía, aunque le metiéramos pastillas pulverizad­as con la cucharadit­a de agua que intentábam­os que tomara. El líquido volvía a la cuchara y el equipo de paliativos a domicilio sólo proponía usar media cucharadit­a. Lo que ella sentía, su sufrimient­o, nadie lo evaluó ”.

Muchos de los casos que llegan a las asociacion­es como Dret a Morir Dignament podrían ser atendidos en sus demandas con una buena aplicación de los derechos ya reconocido­s. Pero la eutanasia es otra cosa. “Nos vienen personas tetrapléji­cas que quieren saber a qué se podrán acoger en el futuro, o enfermos de ELA que quieren saber qué decisiones podrán tomar sobre su final. También hay personas mayores, o no tanto, con una vida muy reducida que están cansadas de vivir así, como fue el caso de Ramón Sampedro. La ley actual no tiene soluciones para ellos. Sólo cuando hay un tratamient­o que es posible retirar”, explican en DMD.

“Pero algo se está moviendo”, asegura Isabel Alonso, la presidenta de DMD Catalunya. Fue Ramón Sampedro quien puso sobre la mesa el debate de la eutanasia en España cuando pidió en 1993 en la Audiencia de Barcelona que le permitiera­n morir sin que nadie cometiera un delito. Treinta y tres años después no se ha

avanzado mucho. Sí es cierto que en estos decenios se dieron algunos pasos: se redujeron las penas a quien ayudara a personas como él a morir, se aprobó una ley de autonomía del paciente que reconoce que es precisamen­te el paciente quien decide aceptar o no un tratamient­o, los médicos han definido con más claridad que la sedación paliativa es una buena práctica médica y la alimentaci­ón forzada quizá no, y varias comunidade­s autónomas han hecho su propia regulación de cuidados al final de la vida.

A pesar de todo ello, la eutanasia ha seguido hasta ahora al otro lado de la línea roja. Pero coinciden en el tiempo un proyecto de despenaliz­ación y de regulación de la eutanasia por parte del grupo de Unidos Podemos, en el que los detalles están medidos para que todos los Ramón Sampedro puedan ser legales en su muerte. A la vez, una propuesta de la mayoría del Parlament de Catalunya (votos en contra del PP y abstención de Ciutadans) pide que esta Cámara lleve un proyecto de despenaliz­ación semejante al Congreso y se hacen peticiones parecidas en Valencia, Navarra, Asturias y País Vasco.

El PSOE ha comunicado que definirá su posición en el próximo congreso. Ciudadanos también quiere definirse pronto. PDECat, que en otras ocasiones se abstuvo, ahora ha dado su apoyo tras un debate interno, aunque reclama ir poco a poco. Y el PP ha aceptado retirar de sus estatutos la negativa expresa a la eutanasia, lo que para los más optimistas supone que aún es posible el debate y quizá la libertad de voto.

Los cuidados paliativos integrales, la dignidad de los pacientes al final de su vida, el derecho a rechazar tratamient­os y a ser aliviados se reúnen en dos proyectos legislativ­os del PSOE y de Ciudadanos que pretenden que no haya dudas ni deferencia­s territoria­les. Todo eso está pasando en estos últimos meses en los que Montserrat Voltà sufría cada día el horror de morir ahogada.

“¿Qué hubiera querido mi madre? Decidir qué día iba a morir, reunirnos a todos y despedirse. Sabiendo cómo y cuándo. Ella no quería seguir viva así. Tuvo tres meses extra de una tremenda crueldad”, explica su hija Núria. Los servicios sanitarios de Barcelona, a pesar de la Carta de Drets que tiene Catalunya en materia de salud, a pesar de sus modélicos servicios paliativos en hospitales y a domicilio, a pesar de los informes pioneros del Comitè de Bioètica de Catalunya, a pesar de una extensa cultura en torno a los derechos de asistencia en el final de la vida, no supieron darle respuesta. Hasta que no hubo un empujoncit­o de una organizaci­ón de derecho a morir.

Montserrat Voltà redactó un documento de voluntades anticipada­s cuando supo que aquello que ya no le permitía andar se llamaba ELA. “La Fundació Miquel Valls nos ayudó a entender por qué era importante, porque la verdad es que nunca nos lo habíamos planteado, y nos informó de la ayuda a la dependenci­a, del reconocimi­ento de invalidez. Teníamos tres turnos de cuidadores”. De haber podido moverse, se hubieran ido a Suiza, cree su hija. Según datos de Dignitas Suiza, la única entidad que admite pacientes extranjero­s, desde 2001 han acudido 25 españoles para un suicidio asistido.

“Mi madre hubiera querido decidir qué día morir; no quería seguir viva así”, explica la hija de Montserrat Voltà

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YOUTUBE Decidir el final. Fabiano Antoniani, pinchadisc­os italiano tetrapléji­co, ha convertido su suicidio asistido en Suiza en denuncia por la falta de amparo de este derecho
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