Por una muerte digna
Me llamo Montserrat Voltà y tengo 90 años. Estoy enferma de ELA y mi cuerpo se está muriendo. Mi cerebro está perfectamente. Mi nieta siempre me ha hecho preguntas con respecto a mi vida. Una parte de su trabajo de investigación lo ha hecho basándose en lo que le he ido explicando. Me hizo la última entrevista cuando yo todavía podía hablar. Ahora, sólo le podría contestar cerrando los ojos, que quiere decir sí, o dejándolos abiertos, que quiere decir no, y con la ayuda de un abecedario porque no puedo pronunciar ni una sílaba. Sólo puedo hacer ruidos. Hasta hace ocho meses iba a comprar a las tiendas más próximas y subía las escaleras hasta el segundo piso donde vivo. Ahora voy en grúa de la cama al sofá. A pesar de estar rodeada de mucho amor, me da mucha rabia esta situación. He sido siempre muy vital y optimista, a pesar de las circunstancias que me ha tocado vivir. De pequeña perdí a mi padre muy pronto y pasé una guerra. Con Juli, mi marido, estuvimos casados más de 50 años. Ya hace ocho años que murió. Hemos tenido cinco hijos que nos han dado ocho nietos. He superado cinco cesáreas, un shock séptico después de una hernia estrangulada, un paro cardiaco, una extracción de vesícula... Me podía haber muerto varias veces, y ahora me muero lenta y dolorosamente. Las leyes que tenemos dejarán que me muera ahogada con mi propia saliva, delante de mis hijos, y dejarán que esta imagen los persiga para siempre. Dejarán que sea incapaz de comer y beber agua durante una semana o diez días, me harán un análisis y cuando este análisis demuestre que no he comido y no he bebido, ya tendrán la excusa para empezar el proceso de sedación. Habré tenido que sufrir para tranquilizar sus conciencias. No me parece bien que, después de una vida plena, el sistema me obligue a vivir de manera indigna y no permitan que me vaya en paz y sin sufrir.