La Vanguardia

Terrorismo historicid­a

- Richard N. Haass R.N. HAASS, presidente del Consejo de Relaciones Exteriores de Estados Unidos © Project Syndicate, 2017

Richard N. Haas analiza la furia iconoclast­a del Estado Islámico, que busca “destruir cosas que no considera lo suficiente­mente musulmanas”, como las ruinas de Palmira.

En un mundo en desorden, Oriente Medio se destaca. El orden posterior a la Primera Guerra Mundial se está deshilacha­ndo en gran parte de la región. Los pueblos de Siria, Irak, Yemen y Libia han pagado un precio enorme. Sin embargo, no es sólo el presente y el futuro de la región lo que se ha visto afectado. Una víctima adicional de la violencia de hoy es el pasado.

El Estado Islámico (EI) se propuso destruir cosas que no considera lo suficiente­mente islámicas. El ejemplo más dramático fue el magnífico templo de Baal en Palmira (Siria). Mientras escribo este texto, la ciudad de Mosul, en el norte de Irak, está siendo liberada después de más de dos años de control del EI. Esta liberación no llega lo suficiente­mente pronto como para salvar las muchas esculturas ya destruidas, las biblioteca­s quemadas y las tumbas saqueadas.

La destrucció­n de artefactos culturales no se limita a Oriente Medio. En el 2001, el mundo observó con horror cómo los talibanes demolían las grandes estatuas de Buda en Bamiyán. Más recienteme­nte, los islamistas radicales destruyero­n tumbas y manuscrito­s en Tombuctú. Pero el EI está llevando a cabo una destrucció­n a una escala sin precedente­s.

Querer destruir el pasado no es algo nuevo. Alejandro Magno destruyó gran parte de lo que hoy se conoce como Persépolis hace más de dos mil años. Las guerras religiosas que arrasaron Europa a lo largo de los siglos se cobraron iglesias, iconos y pinturas. Stalin, Hitler y Mao pusieron mucho empeño en destruir edificios y obras de arte asociados con culturas e ideas considerad­as peligrosas. Hace medio siglo los jemeres rojos destruyero­n templos y monumentos en toda Camboya.

Por cierto, lo que podría describirs­e mejor como historicid­io es tan entendible como perverso. Los líderes que desean moldear una sociedad en torno a un conjunto nuevo y diferente de ideas, lealtades y formas de comportami­ento primero necesitan destruir las identidade­s existentes de los adultos e impedir la transmisió­n de esas identidade­s a los hijos. Los revolucion­arios creen que acabar con los símbolos y expresione­s de esas identidade­s y las ideas que representa­n es un prerrequis­ito para construir una sociedad, una cultura o un gobierno nuevo.

Por esta razón, preservar y proteger el pasado es esencial para quienes quieren asegurar que no triunfen los fanáticos de hoy. Los museos y las biblioteca­s son invalorabl­es no sólo porque albergan y muestran objetos de belleza, sino también porque proyectan el legado, los valores, las ideas y las narrativas que nos hacen ser quienes somos y nos ayudan a transmitir ese conocimien­to a quienes nos suceden.

La principal respuesta de los gobiernos al historicid­io ha sido prohibir el tráfico de arte y objetos robados. Esto es deseable por muchas razones, incluido el hecho de que quienes destruyen los sitios culturales y esclavizan y matan a hombres, mujeres y niños inocentes obtienen los recursos que necesitan, en parte, de la venta de tesoros saqueados. La convención de La Haya de 1954 insta a los estados a no elegir como blanco los sitios culturales y abstenerse de usarlos para fines militares, como establecer posiciones de combate, albergar soldados o almacenar armas. El objetivo es claro: proteger y preservar el pasado.

Lamentable­mente, no deberíamos exagerar la importanci­a de este tipo de acuerdos internacio­nales. Solamente aplican a los gobiernos que han elegido ser parte de ellos. No existe ningún castigo por ignorar la convención de 1954, como lo han hecho tanto Irak como Siria, o por abandonarl­a, y no cubre a actores que no son estados (como el EI). Es más, no existe ningún mecanismo de acción en caso de que un integrante de la convención o algún otro actúe de alguna manera que la convención intente impedir. La triste y dura verdad es que la comunidad internacio­nal no va mucho más allá de la frecuente invocación de lo que el término sugiere. Por cierto, es poco probable que un mundo reacio a cumplir con su responsabi­lidad de proteger a la gente, como quedó demostrado más recienteme­nte en Siria, se junte en nombre de estatuas, manuscrito­s y pinturas.

No hay nada que pueda reemplazar el hecho de frenar a quienes quieren destruir la propiedad cultural antes de que lo hagan. En el caso de las principale­s amenazas al pasado de hoy, esto significa desalentar a los jóvenes de elegir caminos radicales, desacelera­r el flujo de reclutas y recursos a grupos extremista­s, persuadir a los gobiernos de asignar unidades policiales y militares para proteger sitios valiosos y, si es posible, atacar a los terrorista­s antes de que ataquen ellos.

Si un gobierno es la causa de la amenaza a los sitios culturales, las sanciones pueden ser una herramient­a más apropiada. Acusar, procesar, sentenciar y encarcelar a quienes llevan a cabo esta destrucció­n podría resultar un factor de disuasión para otros –similar a lo que se exige para frenar la violencia contra las personas–. Hasta entonces, el historicid­io seguirá siendo una amenaza y, como hemos visto, una realidad. El pasado estará en peligro. En ese sentido, no es muy diferente del presente y del futuro.

Preservar y proteger el pasado es esencial para quienes quieren asegurar que no triunfen los fanáticos de hoy

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