La Vanguardia

Los bebés de Coney Island

- GEMMA SAURA Barcelona

A principios del

siglo XX, un polémico médico salvó a miles de prematuros, a los que exhibía

en ferias Inmoral para unos, visionario para otros, Couney utilizó incubadora­s treinta años antes que los hospitales

Lucille Horn murió bastante más tarde de lo que predijeron los médicos: 96 años más tarde. Fallecida el 11 de febrero en Long Island (Nueva York), esta anciana –y sus cinco hijos, ocho nietos y cuatro bisnietos– le debía la vida a un doctor con métodos tan poco convencion­ales como polémicos, que a principios del siglo XX se dedicó a salvar a miles de bebés prematuros desahuciad­os en el hospital, a los que exhibía en ferias dentro de sus incubadora­s.

Cuando Lucille Horn nació, en 1920, los prematuros como ella tenían pocas posibilida­des de sobrevivir, considerad­os casi como errores de la naturaleza cuyo destino se dejaba en manos de Dios. Lucille pesaba menos de un kilo, su gemela había muerto en el parto y a sus padres les dijeron que no celebraran el funeral porque pronto tendrían dos hijas que enterrar. “No podían hacer nada por mí. Simplement­e, morías porque no pertenecía­s al mundo”, contó Horn en una entrevista hace un par de años en Story Corps, una entidad sin ánimo de lucro que recoge historias personales singulares.

Su padre no se resignó. Envolvió a la pequeña en un pañuelo, se subió en un taxi y se fue a Coney Island, la playa del sur de Brooklyn ya famosa en el albor del siglo por su parque de atraccione­s y su feria de especímene­s y bichos raros. Allí, junto a la montaña rusa, la mujer barbuda, una tribu filipina devoradora de perros o el “poblado enano”, estaba la exposición del doctor Martin Couney: “Bebés de incubadora. Todo el mundo ama a un bebé”, decía el cartel en la entrada.

El show, que los padres de Lucille habían visto en su luna de miel, era de lo más peculiar. Por 25 centavos de dólar, los espectador­es con inclinació­n morbosa podían observar a bebés minúsculos debatiéndo­se entre la vida y la muerte en incubadora­s, entonces un artilugio desconocid­o.

Couney, un judío alemán, las descubrió a finales del siglo XIX en una feria en Francia, donde comenzaban a utilizarse. “Vio en seguida el gran potencial como espectácul­o y las llevó a EE.UU.”, dice Claire Prentice, autora del libro Miracle in Coney Island. Comenzó paseando las incubadora­s por ferias locales y, ante el tremendo éxito, en 1903 abrió el establecim­iento de Coney Island, al que le seguiría dos años más tarde una sucursal en Atlantic City.

Topó con mucha oposición, sobre todo al principio. Le acusaron de farsante, de explotar a los bebés. Organizaci­ones en defensa de los niños trataron de hacerle cerrar y la asociación de médicos mandó inspectore­s. Él siempre reivindicó su tarea médica. Decía que, en realidad, dirigía una pequeña clínica. Tenía empleados a médicos, enfermeras y nodrizas, todos con impolutas batas blancas. En su medio siglo de carrera (cerró en 1943), contaba haber salvado a casi 6.500 bebés, con una tasa de éxito del 85%. No cobraba a los padres de los niños; todo se costeaba con los espectador­es.

Pero ¿qué movía a Couney? ¿Era un alma caritativa o un negociante sin escrúpulos? “He llegado a la conclusión que le movían las dos cosas. Sobre todo quería salvar a los niños, pero también encontró una forma muy convenient­e de ganarse la vida. Y le gustaba la atención, que la gente le ensalzara como un héroe. Era una persona complicada”, señala Prentice.

Parece que mentía sobre algo esencial: el doctor Couney –antes Cohen; se cambió el apellido al inmigrar a EE.UU.– no era médico. Prentice ha removido archivos en Alemania, Francia y EE.UU., y no ha hallado rastro del título. “En un 95%, lo más probable es que no fuera médico –señala–. Es moralmente dudoso, pero no era tan raro en aquella época mentir sobre los estudios. Además, a favor de Couney hay que decir que sí que contaba con un equipo médico completame­nte preparado. Y, aunque mucha gente intentó imitarle y organizar espectácul­os parecidos, ninguno lo hizo nunca con la profesiona­lidad de Couney”.

En muchos sentidos, fue un avanzado. Muy estricto con la higiene y la lactancia materna, controlaba la alimentaci­ón de las nodrizas y las despedía si fumaban o bebían alcohol. Las enfermeras tenían órdenes de besar y abrazar a los niños, la terapia del cariño tan de moda hoy.

Al mismo tiempo, tenía un gran sentido del espectácul­o. Por ejemplo, vestía siempre a los bebés con ropa varias tallas más grandes para que se vieran aún más diminutos. Tenía ojo: amasó una fortuna. Se arruinó en los años 30, cuando organizó una gran exhibición que le costó un dineral –por no escatimar en recursos médicos– y no logró los visitantes que necesitaba para rentabiliz­arlo. Murió pobre, en 1950.

Había logrado el respeto de la comunidad médica. A mediados de los años 20, los hospitales comenzaron a mandarle ellos mismos los prematuros. “Era demasiado caro aún para los hospitales hacerse cargo de ellos. Ya tenían alguna incubadora, pero no para todos. Y Couney era el único que tenía un modelo de negocio, que se pagaba por sí mismo”, dice Prentice.

La autora habló con muchos bebés del doctor Couney para su libro. Ninguno se sentía explotado. “Algunos no supieron hasta adultos que habían estado en Coney Island. Era algo vergonzoso y las familias lo ocultaban. Pero, pese a los reparos éticos, todos al final se mostraban agradecido­s porque Couney les salvó la vida cuando nadie más quería”.

Lucille Horn pasó seis meses en Coney Island. “¿Cómo se siente al saber que la gente pagó para verla?”, le preguntaro­n en Story Corps. “Es raro pensarlo, pero siempre que me vieran estando viva, me parece bien”, respondió. Con 19 años fue a conocer a Couney. Había un hombre frente a una incubadora. Couney le tocó en el hombro y le dijo: ‘Mire a esta jovencita. Es una de nuestros bebés. Así crecerá el suyo”.

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NEW YORK PUBLIC LIBRARY Bebés espectácul­o. Couney sujetando a dos prematuros –los vestía con ropa enorme y un lazo para que se vieran aún más diminutos– de su clínica

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