Historias de campanas
Nacimiento de Honorata, una de las campanas nobles de la seo, evocado por Curet; corría 1762. Una vez fundida cabe el huerto del convento de frailes de Sant Francesc de Paula (Palau de la Música), hubo que comprobar cómo sonaba. Fue desenterrada, liberada de escorias y limpiada de los restos de tierra. A renglón seguido fue atada con gruesas cuerdas a una enorme y robusta viga transversal mediante una serie de ganchos enormes que sujetaban las anillas gruesas como los muslos de un hombre atlético; el conjunto permanecía suspendido medio metro sobre tierra.
Bendecido como bueno el sonido, fue enterrada de nuevo para que reposara. Y el 27 de agosto fue colocada sobre una plataforma de madera con cuatro ruedas y trasladada por fin a la seo.
Era casi tan alta como el gigante del Pi. A causa de su peso desmesurado, no lograban desplazarla ni a fuerza de tirar bueyes y mulas. Solución: el pueblo fue llamado. A los hombres fornidos se les sumó una legión de muchachos quinceañeros, que, a modo de juego y desafío, sujetaron con sus manazas el cordaje y le imprimieron unos empujes eficaces e irresistibles. Su esfuerzo era competitivo y hasta resultaba alegre.
Hicieron cuantas pausas fueron necesarias para ir reemplazando los gruesos rodillos, que, bien untados de grasa, facilitaban tan esforzada maniobra. Al haberles prometido una comilona de higos al término de la labor, eran tantos los que se apiñaban, que no había cuerda para que participaran todos a la vez.
Plantada al fin en la plaza de la Catedral, fue adornada con cuatro enormes arcos, columnas, pedestales y cúpula, toda ella guarnecida con boj, flores, yerba, el escudo de la ciudad y el nombre recibido. Fue izada el 7 de septiembre.
Hasta mediados del siglo XIV, el campaneo se efectuaba a mano y eran tantos los toques que los campaneros casi vivían allí. Era lógico que, habiendo 205 escalones, dispusieran de letrina.
Todo cambió gracias a un artilugio formado a base de contrapesos.
En 1785, el fiscal civil de la Audiencia, a la sazón en el Palau de la Generalitat, denunciaba “la gravísima molestia que ocasiona el abusivo método del campaneo”. Impedía oír con claridad las intervenciones de los relatores y abogados. Aseguraba que era “tan continuo, tan tenaz y repetido el campaneo, que apenas hay quien pueda acostumbrarse a él”. Y precisaba que molestaba a enfermos, vecinos e incluso al obispo y a los canónigos. La denuncia fue archivada. Y prosiguió el toque y el repique.
El barón de Maldà contó que en la embocadura del siglo XVIII había en los edificios religiosos de la ciudad nada menos que 167 campanas.