Plácido, capitán mi capitán
El tenor encandila al público del Liceu con la versión en concierto de ‘Thaïs’ librado de las semanas de ensayos que implica un montaje escénico
Que nadie se imagine que Plácido Domingo pasará a una segunda fila el día que decida definitivamente retirarse de la ópera escenificada. El tenor de 76 años, de cuya voz podría decirse que ha ennoblecido como los buenos vinos –sin entrar en detalles de cuerpo, color y acidez–, se está labrando un magnífico futuro con las óperas que ofrece en versión concierto.
Lo demostró ayer en el Liceu, interpretando al monje Athanaël de la ópera Thaïs. Plácido Domingo, que esta vez se sintió pletórico y no hizo salir a la directora artística a disculparse ante el público por si su voz no lucía como era debido, echó mano en este Massenet de una doble ración de expresividad. Había que compensar la falta de acción y contexto escénico en una obra en la que, además, se queda solo y sin réplica en varias ocasiones. Y a fe que lo logró. Siempre ha sido así. El Plácido cantante se crece cuando los movimientos escénicos quedan sólo en su imaginación y en la de los espectadores, cuando las relaciones entre los personajes se suspenden en un plano abstracto.
De modo que no sería descabellado imaginar que, al más puro estilo Tom Sawyer –que pasaba de estar castigado a pintar la valla del jardín, a cobrar a sus amigos por dejársela pintar–, Domingo acabe logrando que los cantantes de medio mundo le envidien por haberse comme il faut.
Los teatros le agradecerán que ponga de moda un formato más económico. Los músicos de las orquestas harán una cura de autoestima al salir del foso y compartir el escenario con artistas como él (aunque ayer no fuera el caso, pues la escenografía de Quartett no dejaba espacio más que para el coro). Y hasta el público acabará reivindicando el nivel de concentración que se alcanza cuando la ópera sólo es escuchada. ¿Se lo imaginan?
Con todo, hay veces que un buen regalo a la vista justifica cualquier desconcentración. Como sucedió en el estreno de este título que Jules Massenet escribió entre Werther (1892) y Le portrait de Manon (1894). En la Opéra Garnier, el público se exaltó cuando la soprano norteamericana Sibyl Sanderson, para quien el autor había estado componiendo la pieza, mostró accidentalmente un pecho desnudo. Al fin y al cabo, interpretaba la célebre cortesana de la Tebas egipcia del siglo IV...
Anoche no cayó esta breva –ejem– si bien la soprano Ninó Machaídze no pudo evitar estar sexy moviendo apenas un ceja. Máxime cuando su papel lo exigía. “Es una pena que no la veáis en escenificada porque es una intérprete extraordinaria”, había advertido Domingo.
Thaïs (la maravillosa Ninó) trata de seducir al monje. Este se resiste y se propone salvarla del pecado encerrándola en un monasterio, lo que enfadará sin duda a Venus. Pero es sabido que a Plácido (Athanaël) se le gana con la belleza, de modo que cuando en el segundo acto ella entona “Ah! je suis seule enfin Dis-moi que je suis belle”, él ya está completamente entregado. Ahí va el capitán, mi capitán.
La de ayer fue una velada privilegiada precedida de una tarde primaveral, de esas en que Barcelona justifica todo su atractivo. El candor ambiental invitaba a rescatar a Massenet y salvarlo de las críticas que recibió en el estreno de Thaïs en 1894. La crítica le acusó de haber escrito una obra “mansa, incolora, sin carácter; una música que no dice nada, que no pinta nada, pobremente orquestada, con una escasez de timbres que hacen caer las alas del coro...”. Y no fue hasta su estreno en Italia, en la Scala, con la soprano Lina Cavalieri, que no la ovacionaron debidamente.
Anoche, Plácido, Ninó y el resto del reparto –Celso Albelo, Damián del Castillo, Marc Pujo, Marifé Nogales... y esta perla que es la ganadora del concurso Viñas del año pasado, la soprano Sara Blanch– encandilaron al público del Liceu, que llenaba la sala. El trabajo del director musical, Patrick Fournillier, lució al frente de una Simfònica del Liceu bastante cómoda en este repertorio francés de la segunda mitad del siglo XIX (lástima de cello), y el famoso intermezzo sinfónico Méditation fue bravamente aplaudido. El coro contribuyó al instinto dramático de la obra, aunque sonara por momentos demasiado estridente.
En resumidas cuentas, está muy bien que la novedad del Mobile World Congress sea que los smartphones puedan ser sustituidos por un Nokia de los de antaño, de esos que te impiden acceder al mail y a las redes sociales para así garantizar tu desconexión y tu descanso. Simplificar está muy bien. Pero la ópera es el espectáculo total, aquel que entra por todos los sentidos. Así que vamos a dejarnos de futuros en los que Plácido Domingo ha logrado dominar el mundo con las óperas en versión concierto. ¿Sí?
Gran ovación para Ninó Machaídze y Plácido Domingo en los seis minutos de aplausos finales El baritenor suple la falta de acción escénica de la versión concertante con una acentuada expresividad