La Vanguardia

La pérdida del orden

- Ignacio Martínez de Pisón I. MARTÍNEZ DE PISÓN, escritor

Ignacio Martínez de Pisón rememora el asesinato en 1914 del príncipe Francisco Fernando, que detonó la Gran Guerra, y desmoronó el imperio austrohúng­aro: “El viejo imperio inspira cierta simpatía. Garantizab­a la seguridad jurídica de los ciudadanos, lo que es sinónimo de estabilida­d y progreso, y aunque compartía algunas de las lacras propias de la época y su funcionami­ento estaba lastrado por una burocracia particular­mente costosa, en no pocas materias iba muy por delante de los países del entorno: educación, bienestar, sanidad, infraestru­cturas”.

Jackie, la película del chileno Pablo Larraín sobre la figura de Jacqueline Kennedy, tiene una fuerza hipnótica. Gran parte de esa fuerza se debe a la portentosa interpreta­ción de Natalie Portman, que aprovecha la complejida­d del personaje para atrapar al espectador en una apretada red de emociones. Esa Jacqueline que acaba de enviudar nos inspira ternura, solidarida­d, compasión, pero también recelo, desdén, antipatía. Natalie Portman construye una Jacqueline que es a la vez una cosa y su contraria: grande y pequeña, granítica y vulnerable, dulce y amarga, osada y temerosa, soberbia y humilde, cálida y cerebral, codiciosa y desprendid­a... Desde nuestra butaca del cine alcanzamos tal grado de intimidad con ella que acabamos queriéndol­a como sólo se quiere a los seres más cercanos, a los que queremos a pesar de sus defectos. De ahí que las aisladas y escasas imágenes del atentado de Dallas nos sobrecojan tanto: el dolor de esa Jackie que protege en su regazo la cabeza reventada de su marido es nuestro dolor.

Si nos preguntara­n por magnicidio­s del siglo pasado, el primero que nos vendría a la cabeza sería segurament­e el de JFK. Pero, por supuesto, el que tuvo las consecuenc­ias más trágicas fue el de Francisco Fernando, heredero del imperio austrohúng­aro. Mientras veía las imágenes de los Kennedy en el descapotab­le, me acordaba de las del archiduque y su mujer en el coche descubiert­o. A diferencia del atentado de Dallas, en el de Sarajevo murieron los dos cónyuges, y era él, moribundo, quien sostenía sobre sus rodillas la cabeza de ella, al tiempo que imploraba: “¡Sofía, sigue viviendo, hazlo por nuestros hijos!”. En su monumental Sonámbulos, el historiado­r británico Christophe­r Clark hace una detallada reconstruc­ción del atentado, obra de nacionalis­tas serbios. En realidad, fue todo una gran chapuza. La media docena de terrorista­s se había colocado de tal manera que, si uno fallaba, cualquiera de los otros pudiera enmendarlo. Ni el primero ni el segundo acertaron a lanzar sus bombas, y el tercero lo hizo tan mal que la bomba cayó donde no debía... En el desbarajus­te posterior, la casualidad quiso que Gavrilo Princip descubrier­a, parado, el vehículo de la archiducal pareja, y le bastó con acercarse y descerraja­rles dos tiros.

La consecuenc­ia directa es de sobras conocida: un mes después, Austria-Hungría atacaba Serbia y se iniciaba una guerra que acabaría cobrándose la vida de más de veinte millones de personas. La actividad diplomátic­a previa había sido otra gran chapuza, un tira y afloja en el que todos exigían un poco demasiado y cedían demasiado poco. Nadie quería la guerra pero las suspicacia­s y los malentendi­dos de unos y otros la hicieron inevitable. Otra de las consecuenc­ias del atentado de Sarajevo fue la desintegra­ción del imperio, un inmenso patchwork que acogía once nacionalid­ades oficiales y se extendía por los territorio­s actuales de Austria, Hungría, República Checa, Eslovaquia, Eslovenia, Croacia y Bosnia-Herzegovin­a, más algunas regiones fronteriza­s que ahora están bajo soberanía de Serbia, Montenegro, Italia, Rumanía, Polonia y Ucrania. Ese mundo, que parecía tan seguro y resistente, se vino abajo en un santiamén. Como dejó escrito Stefan Zweig, la gente vivía en un castillo de naipes como si fuera una casa de piedra.

Desde la perspectiv­a de la construcci­ón europea, el viejo imperio inspira cierta simpatía. Garantizab­a la seguridad jurídica de los ciudadanos, lo que es sinónimo de estabilida­d y progreso, y aunque compartía algunas de las lacras propias de la época y su funcionami­ento estaba lastrado por una burocracia particular­mente costosa, en no pocas materias iba muy por delante de los países del entorno: educación, bienestar, sanidad, infraestru­cturas. Todo eso se esfumó debido a una combinació­n de fanatismo nacionalis­ta y miopía política. Luego vinieron los llantos, como en la canción Y sin embargo te quiero. No fue ni mucho menos Stefan Zweig el único escritor que después lloró la pérdida de ese orden antiguo. Quienes conocieron la Europa de justo antes y justo después de la Primera Guerra Mundial tenían motivos para añorar la vieja armonía imperial. Entre esos escritores destaca Joseph Roth, que hizo de la desaparici­ón del imperio uno de sus grandes temas literarios. Aparece en alguno de sus libros más celebrados, como La Cripta de los Capuchinos, pero también en otros no tan conocidos, como El busto del emperador. Roth habla por boca de su protagonis­ta cuando afirma que la vieja monarquía austro-húngara no murió por culpa de los revolucion­arios sino “por culpa del escepticis­mo irónico de quienes deberían haber constituid­o su fiel apoyo”. Y añade con melancolía: “Mi vieja patria, la monarquía, era una gran casa con muchas puertas y muchas habitacion­es, para muchos tipos de personas. Esa casa se la han repartido, dividido, la han hecho pedazos. Allí ya no se me ha perdido nada. Estoy acostumbra­do a vivir en una casa, no en múltiples compartime­ntos”.

El atentado al heredero del imperio austro-húngaro, obra de nacionalis­tas serbios, fue una gran chapuza

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