Palos de ciego
El panorama político mundial actual es francamente alarmante porque una humanidad en conjunto más rica que nunca está cayendo en crisis y con los problemas de siempre, pero dando más palos de ciego –es decir, buscando soluciones a tientas– que nunca. Así, el socialismo europeo está en decadencia por falta de propuestas para la problemática de hoy en día, las naciones comienzan a dudar de sus identidades, el islamismo oscila entre seguir siendo una fe o ser una opción política, y Estados Unidos hurga en su peor pasado –el de la violencia mental y legislativa– para intentar adecuar su sociedad a la realidad laboral, social y tecnológica del siglo XXI.
Pero EE.UU. no es el único que tiene problemas para situarse en la nueva realidad. La Gran Bretaña del Brexit sabe más o menos lo que quiere, pero no sabe en absoluto aún cómo lo quiere. Y el Estado-guía de la Unión Europea, Alemania, no se conmueve ni se abochorna de que su canciller, Angela Merkel, haya peregrinado a Ankara cinco veces en año y medio para tratar de reducir el flujo de migrantes hacia la UE.
Los problemas mentados –unos cuantos de una larga lista– son especialmente graves en el caso de EE.UU. porque es la nación cuyo modelo social, económico y hasta cultural ha impregnado decisivamente la política del mundo occidental en los últimos cien años. De ahí que sus cambios de rumbo y de talante nos afecten e inquieten tanto.
Que en un momento de desajuste general y en el que no hay explicaciones para un paro selectivo ni para unos desniveles económicos brutales la opción que ha escogido EE.UU. haya sido la más radical y simplista –la de Donald Trump– alarma si es que no espanta a todos. Claro que si se tiene en cuenta la vertiginosa dinámica financiera, científica y demográfica de EE.UU. surge la pregunta de si el país tenía realmente otra opción. Porque era evidente que el continuismo que ofrecía el Partido Demócrata con Hillary Clinton significaba más de lo mismo, de un mismo equipo político que había dejado descontenta a media nación. Pero si ese rechazo era claro, faltaba y falta aún –en EE.UU. y en todo el globo– una alternativa renovadora convincente. Peor todavía: para los millones de estadounidenses que comprobaban en los últimos años que perdían calidad de vida sin saber por qué, ni que se lo explicase nadie, el radicalismo brutal de Trump era por lo menos inteligible y aportaba una malsana satisfacción: la de creerse en posesión de la verdad y darles una lección a “los de siempre”. Y una vez más el mundo parece seguir el modelo estadounidense también en ese ir a tientas y cada vez más en esa tentación del primitivismo ideológico y de la búsqueda de chivos expiatorios en vez de una reorientación de los esfuerzos e inversiones. Ahora, cuando las primeras medidas xenófobas y discriminatorias de Trump han confrontado a la opinión pública con la realidad, la nación entera va a tener que replantearse el modelo de convivencia –interior y exterior– que quiere. Y quizá lo sepan y lo acierten los estadounidenses, dentro de cuatro años, cuando vuelvan a votar. Y el resto del mundo, cuando Dios quiera.
EE.UU. hurga en su peor pasado para intentar adecuar su sociedad a la realidad del siglo XXI