Trump, el presidente candidato
LA presidencia de Donald Trump no termina de cortar las amarras con las hipotecas, exageraciones y falsedades de una larga campaña electoral, una sombra que se proyecta sobre la Casa Blanca y no permite a su inquilino revestirse al ciento por ciento de la dignidad del cargo. Las últimas horas han mostrado esta dificultad. El martes por la noche, en el Capitolio, ante las dos Cámaras, el presidente Trump pronunció un discurso con el tono y el contenido sin estridencias que se espera del presidente de Estados Unidos. Incluso sus apelaciones a un esfuerzo colectivo para “volver a soñar con algo grande” fueron incluyentes y resonaron llenas de convicción y aun ideales. Horas después, el buen regusto del discurso de Donald Trump se diluyó: el flamante fiscal general –equivalente a un ministro de Justicia–, Jeff Sessions, fue desnudado por una investigación periodística que dejaba en evidencia que mintió a las comisiones parlamentarias que le habían interrogado antes de dar su luz verde a su nombramiento.
Como otros presidentes recientes en la historia de Estados Unidos –Ronald Reagan o Bill Clinton–, Donald Trump ha presumido de ser ajeno a los tejemanejes de Washington DC, sinónimo para muchos estadounidenses de inmovilismo, burocracia y despilfarro del dinero público. La otra cara de la capital federal es un centro de poder donde sus diferentes agentes equilibran el sistema y corrigen los excesos. El presidente Trump puede despreciar lo que significa Washington DC pero no está en condiciones de imponer unas reglas del juego revolucionarias, arbitrarias o personalistas. Después de su discurso en el Capitolio, bien recibido por la opinión pública, según todas las encuestas, Trump había dado un paso importante en su imprescindible propósito de dejar de ser un candidato parlanchín para mudarse en presidente de todos los estadounidenses. Alguien elegido para encarnar las virtudes colectivas y representar a una gran nación ante los ojos del mundo. Y, sobre todo, para no dividir al país y perpetuar antagonismos.
Las buenas noticias han durado poco para el presidente Donald Trump. Ayer se supo que el ministro de Justicia, Jeff Sessions, se había reunido en dos ocasiones, al menos, con el embajador de Rusia en Washington, pese a que durante los interrogatorios de su confirmación en el Capitolio había negado “contactos con los rusos”. Se trataría, por tanto, de un perjurio flagrante y una burla al órgano parlamentario que representa al pueblo. Y, además, llueve sobre mojado porque mantiene las dudas sobre los métodos cínicos de algunos pesos pesados de esta Administración.
La revelación da oxígeno a las sospechas de connivencia entre la campaña de Donald Trump y los intereses opacos de Rusia. Jeff Sessions, en cuanto que fiscal general, tiene entre sus responsabilidades la investigación oficial en curso sobre el papel desempeñado por Moscú en los últimos meses, bajo la sospecha de que fue una actuación –mayor o menor– encaminada claramente a perjudicar a Hillary Clinton y propiciar la elección de Donald Trump.
Incluso algunos congresistas republicanos –abochornados por el posible perjurio– piden la cabeza de Sessions. El malestar del Capitolio es una pésima noticia para la agenda presidencial, obligada a reemplazar la verborrea por el trabajo: abolición del Obamacare, reforma de las leyes migratorias, rebajas fiscales...