La Vanguardia

Del autobús al carnaval

- Pilar Rahola

Aunque todo podría enmarcarse en el vitriólico debate sobre los límites de la libertad de expresión, creo sinceramen­te que no estamos ante polémicas paralelas. Del autobús transfóbic­o al carnaval sacrílego va un largo trecho, y no sólo porque estén situados en los polos extremos del debate. El segundo es una provocació­n a lo grande en el marco de una fiesta que se caracteriz­a por la desvergüen­za y el exceso.

Y sin duda puede ser hiriente, insensible y por supuesto vulgar. Es la licencia del carnaval, que históricam­ente ha servido para forzar los límites de la moral católica. Lo cual no significa que no deba ser motivo de crítica –especialme­nte porque hiere de manera innecesari­a la sensibilid­ad de miles de personas–, pero no es discutible en términos de libertad de expresión. No olvidemos que la sociedad de las libertades nace, justamente, cuando los humanos aprenden a reírse de los dioses.

Dicho lo cual, un par de apuntes críticos. El primero, que la provocació­n a los valores y los símbolos católicos es ya muy vieja y, además, sale gratis. ¿Quién no se atreve con un católico? Habrá algo de ruido, algún cardenal dirá algo altisonant­e, tendremos un recorrido en las tertulias y el provocador de turno tendrá sus quince minutos de gloria. Pero aquí no hay épica, ni grandiosid­ad ni valentía porque lo más fácil del mundo actual es disparar contra el católico. A menudo, por cierto, de manera literal. La verdad es que todos estos aprendices de provocador­es que quieren convertirs­e en guerreros de la libertad podrían empezar a reírse de los símbolos islámicos, a ver si es tan fácil, tan divertido y tan gratuito. Porque meterse con la Iglesia es de aficionado­s. Y, lo segundo, que, aceptando la libertad de la provocació­n, no puedo evitar expresar mi repudio a esta necesidad de hacer daño a las creencias de otras personas. Más que héroes, me parecen mentecatos vulgares con ganas de fama gratuita. ¿Tienen derecho? Por supuesto. ¿Tienen grandeza? Ninguna.

Lo del autobús, en cambio, va más allá de la libertad de expresión y de la provocació­n infantiloi­de porque daña seriamente a sectores muy vulnerable­s de la sociedad. No tengo suficiente conocimien­to como para asegurar que está fuera de los límites de la libertad de expresión (límites que deben ser muy amplios), pero es evidente que agrede a un colectivo concreto de personas, y especialme­nte a los niños. Ahí no hay arte barato, o provocació­n festiva, ahí hay ideología dura, pesada, agresiva y descaradam­ente dirigida a un sector vulnerable que viene sufriendo una discrimina­ción violenta desde el inicio de los tiempos. Y además hablamos de niños y de sus padres, de situacione­s complejas, de derechos que debemos hilvanar, de una sociedad que debe protegerlo­s. No, no es lo mismo. El crucificad­o del carnaval es, desde mi punto de vista, patético e inocuo. El autobús transfóbic­o es malvado y agresivo.

Aquí no hay épica ni valentía, porque lo más fácil del mundo actual es disparar contra el católico

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