La Vanguardia

La despedida

- Clara Sanchis Mira

La abuela recibe en su salón como un olivo centenario. Dormita enroscada sobre su tronco, los dedos retorcidos como ramas que los vientos han ido esculpiend­o. Tenemos una idea de la belleza muy limitada, este cuerpo labrado por el tiempo es bello. Sus manos han acariciado mucho. Y ahora, en su delirio, mantienen el deseo acariciado­r, como un tic. Tiene la manía de acariciar todo el rato alguna otra piel, con su dedo gordo. Incluso dormida. Si no está acariciand­o algo, se despierta. Cuando la dejan sola, la engañan poniéndole una pelotita blanda entre los dedos. Y ella sigue acariciand­o. Qué buen tic. Es normal que tantos nietos y bisnietos cojan trenes y aviones para despedirse de un ser así de acariciado­r. Yo no estoy segura de querer despertarl­a. Mira quién ha venido, le dicen. Sus párpados centenario­s se levantan lentos y pesados, entreabren una rendija que parece descubrirm­e desde algún lugar remoto. A la mierda, dice muy ronca. Pero no tengo que sentirme mal. No está claro que me lo haya dicho exactament­e a mí. Hace años que confunde a las personas, sumergida en una nebulosa de sueños y recuerdos. ¿Qué habrá en su mente?, pregunto a mi tío el biólogo, el que más la cuida y el único al que ella reconoce y llama por su nombre, con suave justicia animal. En su mente sólo quedan babas de pensamient­os, me dice él, demasiado científico para mi propensión a la literatura.

Con babas o no, la abuela viaja por sitios misterioso­s. Libre de cordura, se permite, al fin, decir muchos tacos. Fue siempre una mujer muy fina, pero últimament­e insulta. A la mierda, vuelve a susurrar antes de cerrar los ojos. Ya sólo quiere dormir. Ha dejado de comer y de beber. Ha visto pasar un siglo, es lógico que esté agotada. Sin enfermedad­es, su naturaleza poderosa parece sencillame­nte estar regresando a una especie de útero. Los movimiento­s de sus labios recuerdan a un recién nacido. Pienso si querrá que alguien le dé el pecho. En este viaje de vuelta, ha atravesado su infancia. El inglés que aprendió en Londres, de niña, antes del terror de la guerra, estaba escondido en algún cajón de su memoria que se reabrió gracias a la llave de su demencia senil. Igual que empezó a insultar, un día se puso a cantar en inglés. A todas horas. También se reía a carcajadas. Los ataques de risa han sido su gran vicio, con o sin demencia. Antes de entrar en este semiletarg­o, aunque las babas de su mente no entendiera­n lo que decías, ni supieran si eras un nieto o un fontanero, si tú te reías, ella se lanzaba a carcajears­e con un impulso reflejo como el de las caricias. Ríete de algo, parecía decir ansiosa, con sus ojillos diminutos, no importa de qué. Y luego deja que te cante en inglés algo que aprendí a los cinco años. A la mierda el amor perdido, la guerra, mi vida, mi muerte y todo lo demás.

Ha dejado de comer y de beber, ha visto pasar un siglo; es lógico que esté agotada

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